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[Variaciones sobre la casa] Moscas

Francisco Álvez Francese / Gastón Haro




1. Todos le decimos la casa, pero quién va hacia ahí, quién se escapa, quién queda, quién huye, quién tiene, quién sabe, quién dibuja, quién escribe, quién mira una casa, quién sabe qué es lo que espera más allá de los árboles, en un claro abierto de la casa, el plano de tierra o esas dos paredes de arena amarilla, el cielo con sus estrellas, el espacio donde termina.



2. Era fácil ponerse de pie, cuando todo parecía moverse con cierta consistencia, ir hasta la otra habitación (cruzar el muro blanco que por convención llamamos aire), servirse un vaso de agua en completa penumbra, seguir con la mirada el paso histérico de una mosca que acaba de colarse por la ventana entreabierta, recordar de pronto un verso y ahí sentir cómo sube la voz lejana, una imagen que empieza a escribir sobre la carne como las espinas, las uñas afiladas de un gato, el doble haz del viento el verano aquel en que me iba cada tarde al arroyo para aplazar el tiempo en brazadas.



c. A veces entran inmensas, oscuras, audaces. Me gusta mirarlas pasar por las habitaciones zigzagueando en busca de una abertura que les permita, conjeturo, volver al exterior. Son raras estas moscas, porque parecen torpes pero son veloces y hacen un sonido molesto y agradable al mismo tiempo: a veces están muy cerca de salir pero justo cuando van a atravesar el umbral se vuelven, como si la corriente más fría les diera miedo, como si de pronto se dieran cuenta de algo terrible: como si en ese instante comprendieran o recordaran todo lo horrible que hay afuera, porque de ahí vienen.

Yo las miro hacer, aunque no sé qué es lo que hacen. Siempre llegan de a una, dan algunas vueltas y se retiran. Van así, dejando un rastro por la casa, el desorden de su paso espiralado y breve. Sus huellas, claro, son invisibles, pero me parece verlas por ahí, como líneas de energía, tensas, como telas de araña traslúcidas en las que nadie cae jamás pero que establecen los límites de un reino infinito.



8. Se siente como un sonido, como el ruido que hacemos al separarnos. Basta hacer silencio durante exactamente quince minutos y veintitrés segundos para oírlo: es más cierto que esta mano.



e. Son sombras que se superponen, pliegues de color que se abisman y desgarran como la carne. Su rosa parece temblar como un mapa del límite y todo se expresa sobre esa piel erizada de venenos. Sospecho que su gusto es seco y que muere cuando la miramos, por eso me clavo una espina para escribir, para hundirme en el hondo campo de ausencias, el cementerio espigado que crece como la noche, sobre sí mismo. La flor espanta por su color, no por el aroma que imaginamos y no podemos tocar, sino por esa cosa que es como su nombre, invariable para todos, hecho de trazos.




Gastón Haro




9. Su mes de vida, poco menos, debe ser un periplo agitado, pero para nosotros es apenas un instante. Para un ser más longevo, que vea lo lejano como si lo tuviera enfrente, imagino, las moscas nacen muertas.

Cuando la veo así, cercana a la extenuación, a la mosca, tan grande como un poroto, no puedo sino acelerar mi pulso cardíaco, y mi corazón trota por el borde de mi cuerpo como un caballito suelto, siempre a punto de despeñarse.

Ese es el motivo por el cual se agita cuando ve a la mosca colarse por la hendija distraída de la ventana del cuarto: para recordarla. Porque ve algo que después entiendo en esa mosca, en las líneas marrones que atraviesan el tiempo de detención, los pliegues precisos de esa piel que se frunce como una boca despintada, que se hunde como una herida.

Se posa la mosca sobre la cicatriz y entonces vuelvo, porque ella sabe que a eso tienden todos los cielos y todos los mares, a ese espacio donde entró el acero y salió la sangre, esa marca ahora blanca de piel tímida, fina, ambigua, de piel que recubre y guarda, que esconde a la vez que muestra, como ella misma, mosca del sueño o la vigilia, cuando pasa, agilísima y ruidosa, frente a mí que la espero, con todo abierto, indicándole el camino de regreso.



4. Así pienso en la casa: me veo fuera de mí, desde atrás, cortando puerros en la cocina, la espalda apenas curvada hacia adelante, la cabeza inclinada sobre la tabla y el cuchillo. Solo ahí entiendo qué tiene de verdadero una cama. Es porque la veo, analíticamente, por sus partes, también las ideales: las patas, la parrilla, el colchón de espuma o resortes, la cabecera sencilla, las sábanas de flores, la manta que la cubre, las almohadas y otra cosa que no sé, el peso de los cuerpos, la marca delicadísima de una mano o la rodilla. Todo eso que llena el aire. Esas siluetas que andan por ahí, desatadas, a todas horas, en las calles muertas, y que dicen fechas como si fueran palabras de amor.



m. Miro mi cuerpo ahora en esa silla, las piernas cruzadas, las manos quietas colgando a los lados, mientras el sol se hace cargo de mí, mientras el sol pone en mi frente sus gestos parciales, la lenta evolución de un día. Y despierto y estoy lejos, tirando piedras al arroyo frío.



6. Quizás vivan dentro de latas estas moscas, o sobre la carne putrefacta de un cuervo muerto en pleno vuelo, o en el giro último de una hoja del helecho, ¿hablarán entre ellas con sus patas relucientes, se dirán buenas noches?





 


El texto recitado por Francisco:


 




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