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[Variaciones sobre la casa] Duelo

Francisco Álvez Francese / Gastón Haro






3. Salíamos a caminar para estirar las piernas: era algo mucho más intenso, más cierto que salir del cuarto, pero también más doloroso. No había nada peor que perder la cuenta de flores o ventanas que veíamos al pasar: siete mil ochocientas quince, quinientas seis.   7. Nos hace esperar, la margarita. Deseamos hace días ver sus colores de nuevo, después de que sus primeras flores se secaran, pero nos elude aunque el sol es amable con ella. Agua no le falta, ni la atención que necesita para desarrollarse. Le cortamos algunas hojas, es cierto, pero siempre contando con su perdón. g. La vuelta que da el insecto es perfectamente comprensible: entra en un gesto. Sin embargo, sus motivos pertenecen a la parte de oscuridad que llamamos misterio. El cuello del animal suda y quizás el bicho busque un ángulo mejor para picarlo, para sacarle quién sabe, una gota ínfima de sangre dulce. De eso quería hablar: de los tiempos en los que podía dibujar con cierta seguridad un círculo y llamarlo de cualquier modo, sacarlo a pasear por el patio, más allá de las cañas, más allá de los pinos, hasta la playa incluso, para que el círculo trazado por esas alas cristalinas pudiera ver el agua, hundir los pies en la arena de la orilla. n. Eran días ciertos, cuando solo hablábamos de fantasmas. Ella miraba absorta un punto de la pared (justo donde se une con el techo) y decía palabras que parecían islas, cosas sueltas, como arrancadas de un conjunto mayor, cuyos nexos se hubieran hundido bajo el agua negra del silencio. Yo intentaba hacer algo con eso, completar el discurso con cosas heredadas. Pequeñas plumas, piedras, una medalla de guerra, cartas de amor en italiano, un libro viejo, cintas de colores. Unía sus sustantivos opacos a verbos incandescentes, adjetivos espinosos con adverbios romos, pronombres y artículos sordos y conjunciones y puntos dispersos como granos de sal. Al final, tomaba las líneas de diálogo que había armado, fragmentos de un texto mayor que se desdoblaba expansivo. Estiraba los brazos como si tuviera entre las manos una guirnalda, como si mostrara un telar, solo para sentir el ruidito que hacen las cuentas al caer, solo para verlo en el suelo, disperso como agua. ñ. Entonces apenas sacudía la cabeza esperando que eso bastara para hacerme entender. Estaba dando señales a algo que estaba más arriba y que ya no alcanzaba a ver del todo. 21. Pensaba dos líneas paralelas (las líneas solo existen en la mente). Pensaba en esas líneas eternas, en un espacio eterno, eternamente desarrollándose, líneas cuyos puntos se persiguieran siempre hacia adelante, hacia una luz clara que resplandeciera en el fondo, como el sonido metálico del mar cuando rompe. Ese ruido hace la luz: el de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras. No es un suave murmullo, no es un arrullo, no es la nana infantil. Es el ruido de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras. 46. Era nuestro sueño, verlo todo desplegarse. Hablábamos horas en el living de mi otra casa y no sabíamos que en esa charla estaba ya todo lo que íbamos a poder desear. Las palabras serían, para nuestra posterior sorpresa, todo lo sólido que teníamos. 47. A veces yo miraba la noche y era un color que respondía. Le preguntaba cosas y la noche, con su voz oscura, me respondía con lentitud, siempre diferida. Yo le preguntaba, por ejemplo, a la noche, “¿de qué color es la parte inferior de las cebollas?”, y ella meditaba largamente y soltaba palabras como semillas, pero la duda seguía ahí, latiendo sin respuesta. Quien haya escuchado la voz de la noche sabe de lo que hablo, de su elemental inconsistencia, de su lenguaje aproximativo, vago, hondo. 48. No quería hablar de mí, si hablar de mí era decir cosas ciertas. Quería contar, aproximarme al borde de esta voz, torcerla un poco como si estuviera inventando algo. Quería oír otras cosas por detrás de esa silueta que se dibuja cuando digo lentamente la y griega, la o: letras como si fueran el comentario de otra cosa, o la sombra de un rechazo, de una mano terrible puesta sobre mí, como si fueran el espacio de incertidumbre que se abre en las fotografías antiguas, esas que miro ahora pasar como un desfile en plata y negro, y todo lo que adivino en las manchas blancas, profundas como preguntas. Ahí se esconde todo lo que podía abarcar la mirada antes de la niebla, ahí están mis ojos de antes, de cuando no era miope, de cuando veía la diferencia de las cosas. 49. Esa consistencia, de las cosas y sus vibraciones, me traía la imagen de un caballo. No sé quién dijo que el caballo se parece a la memoria, pero ahí va, por la noche, herido en la boca, errante y desierto. Esa era la consistencia de las cosas abiertas ante mí como palmas. La inconsistencia del potro cuando se detiene de golpe, desarzona a su jinete.  Ese es el recuerdo, lo que llamo la historia: un caballo que se detiene de golpe frente a una tranquera y el movimiento que realiza su cuello al verse liberado de la presión de las riendas. 5. El movimiento de los colores parecía indicar algo cierto. Y ahí estaba, sin embargo, la vuelta a lo desconocido, que se abría ante nosotros desde adentro. Podía ser la indecisa margarita, que tarda en abrir, como un recordatorio de nuestro cansancio. Podía ser la margarita, sí, que trajimos del supermercado y ahora nos acompaña en las largas tardes quietas.



 



El texto recitado por Francisco:





 






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