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Infusiones

Gera Ferreira / Katya Peralta








A Margarita nunca le pude mostrar nada de lo que escribo. Se me fue mucho antes de que entrara al primer taller literario, antes de que me pusiera a estudiar Letras en la facultad, antes de convertirme en alguien que, por alguna razón, desarrolló con destreza la capacidad de evocar el pasado mediante la palabra escrita, con la intención de construir o reconstruir momentos, emociones, pensamientos; en fin, Margarita se me fue antes de que me diera cuenta de que luego sería capaz de conversar con ella a través de este texto, de esta imagen, como si la tuviera enfrente.



Además de su predisposición para imponer un andar lento y cauteloso mientras la acompañaba a hacer los mandados, mi abuela tenía oficio. No solo era una modista con reputación barrial insuperable, sino que cocinaba bien, y además poseía una caligrafía elegante, pomposa, les diría atrevida —como impostada—, que nada tenía que ver con su forma de ser. Verán, Margarita fue la persona más fuerte que conocí. Más que su hijo, mi padre, que tiene mucho de ella; más que mi madre, que sin dudas la secunda en ese aspecto y con quien tuvo sus largos agarrones. Pero no fuerte en el sentido del carácter, que no se me ocurre tildar de especial, ni tampoco fuerte desde el punto de vista genético o relacionado a una condición física privilegiada, no, sino fuerte de pensamiento. Si una persona es fuerte de pensamiento, decía, puede prescindir de casi cualquier otra virtud. Margarita era así. Y fue lo que siempre intentó explicarme, bah, inculcarme en los años que pude disfrutarla sin saberlo. No lo sabía porque yo era muy chico para entenderla o muy joven para valorar sus palabras. Era un inconsciente: le ponía azúcar al mate, dejaba el café con leche por la mitad, me iba de su casa sin haber aprovechado al máximo su manera de entender el mundo, su mundo, un lugar que le costó una enormidad sostener, un lugar en el yo era más importante de lo que creía, un lugar al que ella le hacía frente sentada debajo de la ventana de su cuarto, detrás de una taza de té caliente.



En la casa de mi abuela había una pecera vacía. No recuerdo cuándo me di cuenta de su presencia pero, al parecer, siempre estuvo allí, en el bargueño, al lado de un viejo equipo de audio que luego heredé, al costado de la Singer y las bobinas de hilo que parecían torretas dispares de un castillo mal construido. No llegué a conocer a los peces. Cuando me di cuenta, solo quedaba un territorio desolado y yo me sentaba como un tonto a imaginar de qué color habían sido, de qué manera nadarían de un lado a otro, de cómo se les agrandaban los ojos al ver descender lentamente los finos trozos de alimento que mi abuela les tiraba. Nunca se me ocurrió preguntarle por esos peces, qué había sido de ellos, y a ella no le pareció importante contarme una historia que nunca le había pedido. Mi abuela era elemental y muy práctica. Se las arreglaba con poco y eso también era una enseñanza, o así parecían entenderlo todas sus plantas, que crecían con encanto y bondad en el jardín de su casa, mientras ella las visitaba una por una, como si fueran otras nietas.



Con el tiempo logré desprenderme de los objetos materiales que me conectaban con Margarita. A veces, cuando repaso algunas cajas viejas que me quedan de entonces, me cruzo con las tarjetas navideñas o de cumpleaños que me enviaba cada año con puntualidad ceremoniosa. Veo sus ganchos, el amor que puja por salirse de la tinta y desparramarse con infinita fuerza sobre el papel satinado. Sí, fuerza. Ese gesto simple y poderoso la define, ayer y siempre. Me encantaría poder decirle que ahora sí veo el color de aquellos peces. Ahora los veo, abuela, los veo.








El junco y el río. El tronco y la sombra. El vértigo que a las hojas produce el viento ante el chicotazo de las ramas. El aire que llega desde lejos a la iglesia de la plaza, el batir de las campanas, oscuros reproches de la fe. El camino y la espera, el descanso y la aurora, la luz que entra por el costado de tus ojos cuando cambiás las sábanas. El espejo y la agonía, el silencio y la gracia, la dignidad que nace al pronunciar la palabra alegría. La amistad y el olvido, el tiempo y la carne, el agua, su cauce, la respuesta llega siempre a los pies de quien sabe esperarla.








Marcapáginas. Espantador de espíritus, acompañante, viaja siempre con la cabeza hacia afuera para apreciar la llanura. Testigo en la noche callada o en el clamor del día, sereno como un resplandor, pasajero del universo. Amo de las pausas y del socorro, vigilante de los sueños, frontera ilusoria de la conciencia. Habita en un sobre de dormir mientras los ojos descansan, y al volver se cobija pegado a la página como un viejo pastor. Luego despierta estirado en el piso, plano y enjuto, satisfecho de su renovado brillo. Talismán, tisana, abre las ventanas para dejar entrar el acontecer. Poseedor de todos los mensajes, recoge hierbas y continúa. Aguarda la señal, se sienta en el lomo del libro a respirar la calma. Esta es mi vida, dice.








Infusiones. En estos tiempos, nada parecería interponerse entre el yo que dice, el yo que escribe y el yo que se es. Lo más común es creer que son la misma persona, la misma cosa, por llamarlo de una manera inexacta. Pero no lo son. Escribir es una entelequia, una trampa, y a la vez una vía terapéutica para trabajar el pensamiento, para convertirse, justamente, en ese otro que no se es, o que se es a medias, parcialmente, un modelo para armar, una excusa para seguir y reinventarse, como un mortero que a fuerza de machaques convierte una hoja de té en un brebaje. Hay quienes reducen esa actividad escritural a la expresión sintomática de sentimientos, hechos y acciones, a un puñado de ideas proyectadas por un sujeto con nombre real. Esa es su forma de leer. Pero resulta ingenuo creer que es posible extraer de la realidad su mayor tesoro. La literatura no puede reemplazar a la realidad. Cómo podría. Apenas se acerca a ver algunos rayos proyectados sobre una pared oscura, tal como lo vieron las sombras de Platón en la caverna del conocimiento. Un yo supuesto, más bien predispuesto a decir su verdad, en realidad es un farsante. No hay tal cosa como la verdad cuando alguien se atreve a ser mediado por la palabra, ni por cualquier otro instrumento. La verdad se inventa, así fuese entregándose deliberadamente a la mentira. Los buenos escritores conocen a la perfección ese extraño pacto, y si no lo conocen lo intuyen, lo utilizan para convertir la verdad en otra cosa más valiosa. Y solo la literatura es capaz de revelarnos eso, liberándose por fin de cualquier realidad.




 



El texto recitado por Gera:


 



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