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  • Diego De Ávila

Océano


1.

A mi tierra no la he visto, pero me han mostrado fotografías. Con ellas aprendí a escribir.

Me dieron un bastón que cuando me meto en el agua brilla de manera portentosa y es como la estrella de mar que la gente mira cuando quiere encontrar la parte de abajo de la marea.

Me escribían en español: te esperamos en un oasis donde no se aguanta el calor que hace y podemos hablar de eso, y de ninguna otra cosa, hasta que puedas decorarlo como te gusta.

En esos lugares aprendí a escribir. Publicaron las fotos y me llevó un año sacarlas de circulación. En el año nuevo creció la marea y yo hice una línea interminable, contra la carretera, con mi bastón fosforescente. El asfalto y el mar se cruzaron y el suelo se puso verde. Mis amigos no podían entender cómo había aprendido a escribir de esa manera.

2.

Y yo recorro el mercado y presento EL OCÉANO.

En la primera parte:

Recorrí el mercado preparándome. Hice fuego con leños y me lo presenté.

Ante la humareda de mi ropa los verduleros gritaron el nombre de una fruta empapada, los sentimentales cantaron canciones sobre el regreso y, sobre el arroyo, los compradores parecía que volaban. En los ojos de una muñeca se reflejó el incendio de las calles cuando las cruzaba, siempre con la ropa en el olor de los árboles, siempre echando humo y repitiéndome seguridad.

Me pongo muy nervioso pero soplo un poco dentro de mí. Hay mal tiempo pero, cuando quedo en silencio, enciendo una llave y el viento se apaga: como si hubiese buen tiempo.

El ombligo de un feriante refleja mi ropa porque yo reavivo la hoguera y pienso en órganos floreados, en un invierno cubierto por enredaderas: como si hubiese buen tiempo otra vez.

3.

Ahora es donde explico cómo llega el mar:

Un rato hablando y se comprenderá.

4.

Hay una fiesta a las nueve de la noche del otro lado del arroyo; el caso es que a las seis de la tarde se nos acabó el día y las piedras que salen de la corriente son irregulares, no han nacido solo para pertenecer allí sino que cada cual tiene su razón y eso obliga a saltar, como saltan las olas: es imposible durante la noche.

Hubo una vez una fiesta durante la cual un amigo terminó internado: sacaron agua de sus pulmones, hicieron con ella una piscina para niños y se la regalaron a una escuela pública.

En otra fiesta la gente cayó al arroyo sistemáticamente a tal punto que acudieron las sirenas y la fauna marina y terminaron moviendo la fiesta para allí: un jolgorio descomunal.

Pero en cambio otra vez muchos llevaron linternas y saltaron como debían; ese día murieron solamente aquellos que no las llevaban.

Y otro día la fiesta estuvo abandonada durante toda la noche pero había una multitud del otro lado del arroyo, arropada en mantas y con bebidas calientes, aguardando la llegada del sol.

Y otro día decidieron hacer la fiesta en el lado bueno, pero murieron cargando una mesa desde el lado malo.

Hoy tenemos cada vez más suerte. Vamos a intentarlo de nuevo cuando anochezca.

5.

Lo que escribo siempre es un recuerdo de las cosas que domino. Hace algún tiempo, pasé unos años en una casa en la que diariamente me encomendaba cosas para hacer. Así remonté, como una bailarina, a verme preparado para todo. Mi mundo volvió cabizbajo en la primera oportunidad que tuvo, a silenciarme, como en una película basada en cámaras que obtienen energía del sol y de la luna y no se apagan jamás. Con esas ha fantaseado casi todo el mundo. Hacía estas cosas: paseaba un perro, administraba una carpintería, veía películas norteamericanas porque eran las más fáciles de ver, y luego dormía durante horas con sueños lineales y fosforescentes; estaba en vilo, mientras dormía, hasta que se terminaban. Mi mujer se iba a trabajar, entonces yo le preparaba un baño caliente y cuando regresaba y se metía con sus senos salpicados de lunares yo sentía que limpiaba una cámara de fotos y contenía la respiración, abría el diafragma, dejaba entrar la luz y me acostaba en su boca, para decirle cosas de pantallas iluminadas. Le decía: cuánto tiempo más espiraré este olor. Pero no se lo preguntaba, se lo decía, entonces ella, emocionada, me hacía un lugar en la bañera y ahí venía otro de mis hábitos, que era cuidar de la marea que desaparecía entre los dos.

6.

Llevé un pescador al mar con una pregunta. Uno que me vio en la arena la noche anterior. Traía una red llena de frutas: confundí a todos los trabajadores del mar. Cerca de los botes, escondido entre los troncos, aullé como un perro de pie junto a la ventana, canté como un pájaro sobre el edificio. Señalé mi fruto, que sangraba en la red, y no engañé a nadie porque en mi espalda tenía un largo costillar colmado de tatuajes verdes.

Adentro no es lo mismo, dijo el pescador, cada uno de nosotros tiene un personaje, la mayor parte de las veces es amanerado, suave como la idea del océano, pero otras veces es exactamente como el océano, y vos y tus ideas están perdidos en el humo de los cigarrillos y pensamientos de mala fe, ahogados en espumas metabólicas, bien callados para que los peces se acerquen... ¿Qué traes?

Un libro envuelto en redes.

Para llevar al océano.

Para sacarlo de él.

Hace falta uno que nazca y no pueda salir de allí.

Yo hacía bien.

7.

Rescaté un pez y corrí con él bajo la camisa, por la playa negra. No estoy seguro —mi personaje es estúpido e idealiza la serenidad— pero creo que estaba enamorado. Ni idea cuál era su color de piel, los órganos o la sensación que estaba salvando —y yo pensaba que era el amor—. Si el cielo se corría podía ver, con la luz de la luna, la arena negra, el mar envuelto en la oscuridad, la sombra de los botes sobre los pescadores alarmados por lo que sucedía en su bahía —pero el pez era una mancha luminosa contra mi cuerpo—. Un color de centeno, confundido con la temperatura del oriente —¿de qué color es el animal que se fuga conmigo, para mí, que no sé escribir de nada sino de coloraciones?—.

F: "Espa", de Lucía Persichetti

"Espa", de Lucía Persichetti.

 

El texto recitado por Diego:


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