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Martes

Dani Olivar

Collage: Emely Rosas



En un año hablamos poco y hoy hablamos menos de lo que hablamos siempre. Ocho horas, cinco días a la semana, todas las semanas del año, es bastante todo lo que no hablamos. Los vidrios se empañan por el frío del invierno y ninguno de los dos nos molestamos en deslizar un trapo sucio o pasar la manga por un pedacito de ventana. Eternizamos las horas esperando que suene el teléfono, una queja, una patada en la puerta. El polvo se amontona en las facturas de un mueble oxidado y en las paredes las fotografías de gente muerta permanecen turbias como agua podrida. Afuera la lluvia es finita y sin sonido. Enfría las casas y el aire. Dentro, contemplamos el teléfono como esperando nuestro turno para hablar. Fernando haciendo grandes gestos me pide la tijera. Solo se escucha el ruido de su silla con rueditas chirriar cuando se mueve aparatosamente. Recorto el último retazo de papel y el sonido de la tijera sobre el escritorio, cuartea otra vez el silencio. Fernando no parece molestarse. Muchas veces pienso que si Fernando no pudiera hablar o escuchar o ver, no le molestaría para nada. Continúo con las piernas cruzadas y los ojos clavados en el teléfono. Miro las lucecitas que se encienden y se apagan, quiero encontrarles una secuencia lógica, cuál se enciende después de que una se apague y que la lucecita verde titila tres veces. Miro la foto de Lucía que siempre cambio de lugar. Su sonrisa ocupa todo el encuadre, tiene puesta una túnica inmensa a cuadritos verde y blanca. Hace un año que llevo conmigo su foto como si fuera una estampita del Padre Pío. Escucho el sonido de la tijera, Fernando se recorta el bigote. Recuerdo la primera vez que mi madre me llevó a la peluquería. Cumplía quince años y mi pelo lacio y negro cubría toda mi espalda, después de una espera de dos horas y tres tijeretazos, mi nuca quedó al descubierto para siempre. El sonido de la tijera me lleva hacia esa peluquería diez años atrás, a ese cosquilleo de mis pelos cayendo rendidos sobre mi hombro, imagino que es su alma pequeña y diminuta que me acaricia por última vez. El sonido del teléfono me trae de nuevo a la oficina. Me voy a casa.



Estoy recostada en el sillón y tres golpes secos acaban con mi sueño. Afuera, el calor espeso de la lluvia con sol de la tarde. Ningún gato descansa en los sillones. Todos los gatos han salido a saludar. Tres golpes de nuevo. Camino despacio hacia la puerta y siento que desespera por hacerlo esperar. Escucho que roza el pasto con los pies. Lo escucho exhalar fuerte mientras acaricia sin amor al gato más pequeño. Abro la puerta en cámara lenta, no del todo, sino lo suficiente para que pueda pasar él y los gatos entre sus piernas. Entra a la casa como si la puerta se hubiese abierto sola. Se sienta en el sillón como esperando explicaciones. Espero que diga algo. Que se cambie de lugar, que vaya al baño. En silencio veo pasar el tiempo. Cuando no hay un acuerdo mutuo en el silencio, lo veo ensancharse. Permanezco en el umbral de la puerta y espero que escampe. Me pregunta cuándo le voy a dar la plata que le debo por la vez que me prestó para arreglar la puerta. Me dice que la necesita porque no encuentra laburo. Le digo que no tengo. Enciendo un cigarrillo. En la oficina no me pueden adelantar nada porque ya pedí adelanto para el alquiler.



—¿No te acordás de que no me diste ni un peso para el alquiler?

—Ta, no empecés. Yo te vengo a hablar de una cosa y me salís con otra. Todo bien, dale. Siempre con lo mismo. No entendés nada, nunca entendiste nada, por eso es que estás acá, con Lucía, sola, llena de gatos. ¿Quién te pagó esa puerta? ¿Eh? ¿Quién rompió esa puerta? ¿Eh? Vos. Vos. Ya sabemos cómo sos.



La lluvia continúa finita y Lucía duerme profundamente con la televisión muda y resplandeciente.



—La puerta se rompió porque vos me empujaste, Ricardo. ¿No te acordás que no me llegaste a pegar como antes porque ahora Lucía está más grande y ya te puede odiar?

—No hables pavadas, Mariana, yo nunca te pegué. Siempre andás con esos cuentos de que te pego y que no sé qué. Les inventaste a los milicos que te aflojé los tornillos de la bici, que te puse pastillas en no sé qué cosa, que me dabas plata y que después nunca sabías qué hacía con ella. A mí nunca me diste plata, Mariana. ¿Cuándo me diste plata, a ver? Decime, dale. Decime. ¡¡Te estoy hablando!!

—No empecés con tus gritos, Ricardo, esta es mi casa y vas a despertar a la niña. No sé qué venís a hacer acá.

—La concha de tu madre, Mariana, ya te dije, vine a buscar la plata de la puerta. La plata de la puerta, ¿¿querés que te haga un dibujito??

—No tengo plata, Ricardo. ¿Por qué no se la pedís a otra persona? ¿No te das cuenta de que tengo que mantener a mi hija y no tengo un mango?

—Yo sé que tenés plata, Mariana, no me mientas, siempre mintiendo, siempre mintiendo, siempre mintiendo, no puedo creer que sigas siendo una hija de puta después de todo lo que pasamos. Fuiste vos la que me dijiste que me fuera, así que ahora aguantate todo este quilombo sola. ¡¡Sola!! Mariana, Mariana, Mariana. Mirame, ¿por qué no me querés más? ¿Qué te pasó? Antes no eras así, estás más linda, dame un beso, Mariana, dale, ya sé que te encanta, dale, un beso no más.

Ricardo se acerca y me agarra del brazo. No puedo moverme, nunca puedo zafarme de sus brazos. Nunca tengo la suficiente fuerza. Siempre sueño con tener la suficiente fuerza y poder zafarme cuando me agarra. Cuando lloro y me angustio, no lo hago por los golpes, sino por no tener la fuerza suficiente para pegarle una trompada.



—Dejame. Salí. Soltame. Andate. Dejame en paz, Ricardo. ¡¡En paz, Ricardo!! ¡¿Por qué no te vas y me dejás sola?! ¡No sé por qué venís a atormentarnos todo el tiempo! ¡No entiendo qué es lo que querés!

—No empecés con el llanto, Mariana, siempre lo mismo, levantate del piso, ¡¿qué hacés?! ¿Por qué siempre te tirás, qué sos, la víctima acá? Acá la víctima soy yo que me corriste de mi casa. ¡¡De mi casa!! ¿Entendés? Levantate del piso, dale, Mariana. Está todo bien. Si nos seguimos queriendo, por qué no te levantás, nos sentamos a la mesa como gente civilizada y hablamos de esto. Arreglamos todo. Vos no me tenés que dar la plata de la puerta si hablamos. ¿Dale? Mirame, Mariana, cuando te hablo. Mirame. ¡¡Mirame!! Mariana, levantate, dale. Estoy cansado, estuve en la casa del Cabeza todo el día y me atomizó con no sé qué mierda que le pasa. Dale, boluda. Ya fue, levantate del piso.

—¿De qué querés hablar, Ricardo? Yo no tengo plata para la puta puerta. No tengo nada de que hablar contigo, no me interesa nada. Nada, Ricardo.

—Ahora me vas a venir con esos delirios tuyos del suicidio y depresión, ba ba baaa. Nunca te mataste, Mariana. Nunca. ¿Por qué seguís con eso? ¿Por qué no te levantás del piso y hablamos? Venís, te sentás acá conmigo, te toco un poco las tetas y se te va todo eso de la depresión tuya, ¿dale? Mirame, Mariana, dale. Siempre cuando te hablo mirás para otro lado, después no entendés por qué me hacés calentar y terminás rompiendo la puerta. Porque la única que tiene la culpa sos vos, Mariana. Dame la plata que tenés en los bolsillos. Dale.

—Soltame, Ricardo, no tengo plata, me vas a romper el pantalón, soltame. ¡¡Soltame!!

—Te rompo todo el pantalón y te lo hago mierda y a vos también te hago mierda, ¿entendés? No voy a parar hasta hacerte mierda. ¿Veinte pesos tenés? ¿Con veinte pesos le querés dar de comer a tu hija? Sos un asco, Mariana, me das asco. Mañana vuelvo por la plata.



Ricardo se fue y pareció que nunca hubiera venido. No escucho la puerta y pienso por un momento que se escondió detrás de algún mueble o debajo de la mesa para matarme de un susto, como un juego de niños.



Lucía se acerca y se sienta a mi lado en el piso, los gatos se acomodan en el sillón. La lluvia acaba. No le pregunto a Lucía si está despierta desde hace mucho. Solo la miro y ella mira su dibujo. El sonido que sale de su boca es el sonido perfecto para romper el silencio que ha cristalizado todo.



—Mamá, esta es nuestra casa y acá estamos nosotras dos y acá al lado está la casa de papá, que él siempre me dice que va a estar cerquita nuestro para cuidarnos siempre.




 



El texto recitado por Dani:




 



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