top of page
  • --

Monstruo

Max O’Bug



Todo está mal. Mamá, Jonathan: les juro que no lo maté. Les juro. Es lo que quería, lo que iba a hacer. Pero no lo hice. Al final no fui yo. Creo que no fui yo. Ahora estoy solo, en el auto, en el bosque. No sé a cuántos kilómetros de casa. Solo sé que no tengo señal. No creo que viva hasta que salga el sol. Por eso dejo este mensaje. Espero que ahora también logres adivinar el pin de mi teléfono, Jona. Y si no vos, la policía. Es la fecha de cuando te regalaron la Play uno. ¿Te acordás? Yo sí. Fue el último día que pasamos bien todos juntos.



Tenía que escribirles por algún lado. Que lo supieran. Yo no lo maté. Sé que no lo van a creer. La policía menos. Mierda. Yo no me lo creo. Y eso que cada vez que cierro los ojos lo veo. Veo sus ojos. Mis ojos. Y cuando los abro… el bosque está oscuro, muy oscuro. No sé qué tan lejos de la ruta estoy. No me animo a salir. Porque aunque no veo casi nada, sé que está ahí. Lo puedo ver en algunos momentos. Una silueta negra recortada contra los troncos de los árboles. Mirándome fijo. No sé qué espera. Si le entretiene jugar así conmigo, o qué. Pero sé que me vé, acá a oscuras, con las lágrimas reflejando el brillo de la pantalla. ¿Le gustará ver esto? Disfruta verme así. Debe de ser eso. No; no hablo de Miguel, hablo del otro. De Miguel, si queda algo, no creo que sea una amenaza ya. Ni para mí, ni para ustedes.



Vi las marcas, mamá. Los moretones. Sé lo que te hace. Lo que te hacía. ¿Pensabas que te creía? ¿Cuántas veces puede caerse alguien por una escalera? ¿Cuántas veces te iban a “asaltar” en la calle? Jonathan también lo sabe. Por eso se fue de casa. Porque fue un cagón, como yo. Pero lo perdono. Te perdono, Jona. Porque sí, mamá, mientras vos decías que estaba todo bien, que no era nada, Miguel hacía comentarios. Lo admitía, a su manera. Como hoy. Sé que discutieron. Sé que te lastimó.

Aporreó la puerta de mi cuarto. Que agarrara mis cosas, que íbamos a dar una vuelta. Pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez yo tenía una sorpresa para el hijo de puta. Agarré la mochila y tiré un buzo adentro, tapando la pistola. No importa de dónde la saqué, quién me la dio, porque al final, fue la única persona que me ayudó. Miguel me hizo salir y de un manotazo en la nuca me apuró al auto. Antes de que me diera cuenta, me había sacado la mochila de las manos y la había tirado en el asiento de atrás. Me hizo sentarme en el del acompañante. El auto arrancó con ese ruido a podrido que se parecía tanto a la risa de él. Ahora nadie los va a escuchar nunca más, a ninguno.



Íbamos rápido, muy rápido. Hubiera sido mejor que nos matáramos ahí. Aunque hubiera chocado contra un auto, matado a una familia entera y él se hubiera salvado. Los borrachos que manejan siempre se salvan. Incluso mientras manejaba iba tomando. No sé qué mierda era, movía demasiado la botella cuando gesticulaba y el olor solo era a alcohol. Fuerte. Hablaba de cómo había tenido que “ponerte en tu lugar”, mamá. De que la culpa era tuya, de que vos lo llevabas a hacer estas cosas. De alguna manera, él era la víctima. Me dijo que aprendiera, que era así como se las tenía que manejar a ustedes. Que eran como las baldosas. Eso dijo. Que cuanto más les pegabas al principio, más las podías pisar después. Intenté aguantarme la rabia. Mantenerme firme. Pero se me escapó una lágrima. Todavía puedo ver esa sonrisa de mierda, esos dientes manchados por el cigarro. Otro que disfrutaba con el sufrimiento ajeno.



Traté de disimular, pero la cagué. Quise agarrar la mochila demasiado pronto. Me apretó el brazo con una de esas manos de gorila, mientras tenía la otra en el volante. “¿Qué hacés? ¿Qué vas a agarrar?”, me dijo. El auto parecía que iba todavía más rápido. Ahí fue cuando vi que, al moverse la mochila, la boca desdentada del cierre roto dejaba ver la culata de la pistola. Sentí que el corazón me iba a reventar.



Dije que solo iba a agarrar unas galletas, que tenía hambre. Una estupidez, pero fue lo que se me ocurrió. El rugido del motor podrido resonaba todavía más fuerte. Los árboles eran un borrón que pasaba. Creo que se dio cuenta, que miré demasiado. Acomodó el espejo retrovisor y me preguntó: “Galletitas, ¿eh? ¿Galletitas de qué?”. “No… no creo que te gusten, Miguel. Tienen… tienen pasas”, le dije. Lo vi morderse el labio. “No. No creo que me gusten, no”.



Sentí el dolor explotar en mi cara cuando sus nudillos se estrellaron contra mí. Vino un segundo golpe que tampoco pude esquivar. Y el auto ni se detenía ni aminoraba. Al tercer puñetazo, logré tirarme hacia la puerta y darle una patada en la cara. Pegó contra el volante y con eso, solo con eso, nos salimos de la carretera y fuimos a los tumbos colina abajo, entre la maleza. No sé cuánto recorrimos sin chocar con un árbol de pura casualidad. Hasta que llegamos a uno y el auto se dio de frente.




Él no iba a morir, no así, y yo… no sé, no había sufrido lo suficiente. Me golpeé la cabeza contra la guantera y, cuando él me agarró del pelo, me la volvió a golpear varias veces. Las venas del cuello parecía que le iban a explotar y que se iba a arrancar el labio con sus propios dientes. Creí sentir a alguien afuera del auto y alcancé a gritar pidiendo ayuda. Casi me da gracia lo estúpido que fui. Alguien se rió. Ahora no sé quién fue.



Miguel forcejeó por salir de su lugar y abrir la puerta del auto. Quise tirarme hacia mi lado, escapar, pero no pude. Miguel disparó una de sus manos y me agarró de las bolas, apretándolas, triturándolas. “Vos no vas a ningún lado, mongólico”, me dijo. El dolor que sentí fue una cosa atroz. Sentí que las había reventado y una inyección de dolor como si me masticaran la entrepierna. Debo de haber gritado. Me podría haber desgarrado la garganta que no me hubiera enterado. Me quedé hecho un ovillo en el asiento, sin poder hacer nada más que asfixiarme en las oleadas de dolor y sentir cómo se me empezaban a hinchar. Entre eso y las lágrimas apenas veía a Miguel que se bajaba e iba por la pistola. La sacó de la mochila, la miró de un lado y otro sonriendo y desapareció.



Sí. Desapareció.



Muchas veces lo deseamos. Que desapareciera. Que dejara de existir, que nunca hubiera aparecido en nuestras vidas. Capaz también que volviera papá. Total, soñar por soñar… ¿no? Era todo lo que teníamos. A lo que nos podíamos agarrar. Hasta que pude conseguir la pistola y pensar que podía cambiar las cosas. Capaz que no para mí, pero sí para ustedes. No sé qué pensaba hacer yo. Matarme también, dejar que el auto chocara, ir preso, no sé. Pero al final, eso no va a ser problema. Y al final, Miguel desapareció.



La cosa hace ruidos de tanto en tanto, me recuerda que está ahí, cerca, lejos, alrededor. Está ahí. ¿Será que me ve escribir y espera a que termine? ¿Creerá que estoy pidiendo ayuda y me va a dejar torturarme con esa esperanza? Pero acá no hay señal y ni siquiera la radio del auto sintoniza algo bien. Puro ruido y estática.




Martina Solari.




Está cada vez más oscuro. Pero en ese momento recién estaba cayendo el sol y la luz se filtraba entre las ramas. Por eso pude ver lo que vi. A Miguel desapareciendo tras un borrón pálido que se lo llevó y dejó hojas secas y sangre flotando en el aire por un instante. Su sonrisa asquerosa convirtiéndose en una cara de miedo y dolor. El grito. Fue todo en menos de un segundo. Y en toda esa locura, les juro que lo único que pensé fue que disfrutaba de imaginar esa cara, oír su alarido. Las preguntas vinieron después.



Quedé tirado ahí, agarrándome el vientre, la entrepierna, la cara, no sé. Sin ser por mis jadeos o los del motor, que se terminaba de morir en gorgoteos, todo el resto era silencio. Miré para todos lados, todavía sin levantarme. Todo me daba vueltas. Un último grito de Miguel, igual al otro pero más desgarrador, se sintió a lo lejos. Lo disfruté y me heló la sangre al mismo tiempo.



Y así, jadeando y adolorido, fue eso lo que me hizo reaccionar. Me recosté contra mi puerta, mientras que la brisa nocturna cada vez más fría que entraba por la que Miguel había dejado abierta me refrescaba. Creo que fue ahí, después de incorporarme, que miré el teléfono por primera vez y vi que no tenía señal. Típico. Lo que no era tan típico es que la hora marcaba las 27:03. Sí. Y además, el pin de mi teléfono. La fecha del día en que te regalaron el Playstation.



Eso fue solo el principio. Ya era de noche y alrededor estaba todo oscuro y me encandilaba la luz del auto por la puerta abierta. Eso sí funcionaba. Estaba expuesto. Expuesto, y sentía que me miraban. Di vuelta la cabeza por mero reflejo y algo se movió entre los árboles. Algo que correteó y corrió a esconderse. Sentí… sentí algo malo en el aire. No sé cómo explicarlo. Y ahí me di cuenta. Creía que no me importaba morir. Pero ahora que Miguel no estaba empecé a temer por mi vida. Y estaba solo, no sabía bien dónde, en un auto roto, con la luz prendida, la puerta abierta, en medio de un bosque oscuro, con la noche cayendo y algo merodeando por ahí. Algo que se había llevado a Miguel como si fuera de Espuma Plast.



Casi inválido por el dolor, me incliné a cerrar la puerta. Acostado sobre los asientos me arrastré, extendiendo los dedos temblorosos. Sentí frío en los dedos y otra vez ruidos en las hojas secas a mi alrededor. Mis dedos acariciaron y arañaron la manija de la puerta hasta que conseguí agarrarla y traerla hacia mí. Deformada como estaba, apenas cerró. A oscuras, me tiré boca arriba entre los dos asientos. Si hay un problema que este auto viejo no tiene es de espacio. La vista se me fue acostumbrando a la oscuridad, empezando a distinguir las copas de los árboles recortadas contra el cielo a través del vidrio roto. Y ahí fue cuando lo vi por primera vez. Primero pensé que era un reflejo de mi cara, pero no. Llevaba viéndome quién sabe cuánto rato, observándome fijo mientras yo tenía la vista ciega clavada en él. Estaba prendido de espaldas a un tronco, bien alto, entre las ramas.



Casi se me deben de haber salido los ojos, porque los suyos brillaron como los de los gatos con la luz de una linterna cuando sonrió. Una sonrisa tan familiar y por eso mucho peor. Y desapareció, como había desaparecido Miguel.



Lleva así varias horas. Juega conmigo. Me atormenta. Anda alrededor del auto, hace ruidos. Desaparece por un rato y vuelve para aterrorizarme. Una y otra vez. La primera fue a la hora. O a la media, o diez minutos. No sé. Sé que estaba acurrucado de espaldas a mi puerta cuando sentí un alarido que avanzaba a toda velocidad de las profundidades del bosque hacia mí. Apenas alcancé a darme vuelta para ver la cara enfurecida de Miguel que se me acercaba como loco. Volví a gritar cuando se dio contra la puerta, sacudiendo el auto. Cuando abrí los ojos, solo quedaba un rastro enorme de sangre en el vidrio rajado, yendo hacia arriba. Me puse a llorar y perdí de nuevo la noción del tiempo.



Solo sentía los ruidos extraños, a lo lejos. Y después, nada. Y otra vez caí. Con movimientos lentos, levantaba la cabeza cuando sentí el choque, el golpe en el techo del auto. Los amortiguadores y las chapas crujieron y sobre mi cabeza el metal se combó. Entre la ventanilla y el marco del techo aparecieron unos dedos como garras espantosas aferrándose, y volvieron a desaparecer con otra sacudida y crujido, como si hubiera saltado. Y escuché una risa. Mi risa. Viniendo de los árboles. Creo que en la desesperación, de haber tenido la pistola, me hubiera pegado un tiro. Pero, o había desaparecido con Miguel, o estaba justo ahí, a unos metros, afuera del auto. Daba igual.



Lo volví a ver una vez más, hace no mucho rato. Volví a sentir su mirada y, cuando recorrí con la mía los alrededores, demoré en encontrarlo ahí, quieto, parado en el suelo, a unos tres o cuatro metros. Con el cielo aclarando, lo pude ver mejor. El brillo de la sangre contra su piel pálida y casi blanca, ensuciándole la boca y el cuello y manchándole aquellas manos. Pero lo peor no era eso, ni los pies con unas garras como las de aquellos de Parque Jurásico: era la cara. Mi cara. Mi altura. Y un cuerpo demasiado parecido al mío. Quedé duro, mirando eso como si fuera el espejo más horrible del mundo. Sonrió mostrando unos dientes con restos de carne masticada y esta vez, despacio, casi tranquilo, se dio la vuelta y se fue, como caminando en zancos.



Debe de ser porque está por amanecer, ¿verdad? Sí, debe de ser eso. Ya no falta mucho. Ya se ve algo de luz entre las ramas. Voy a intentar llegar a la carretera, cruzarme con alguien o llamar, que me lleven a un hospital. Voy a salir.




“La justicia dispuso este mediodía el primer procesamiento relacionado con la investigación del homicidio de Miguel González, padre de familia de 53 años, baleado en la noche del pasado miércoles en las inmediaciones de la ruta de los Accesos.

El sospechoso, Javier de los Santos, de 16 años, hijo menor de su pareja, habría cometido el delito tras una trifulca familiar. Según declaraciones, aprovechando un desperfecto en el vehículo que los sacó de la ruta, que resultó en la colisión posterior.

Los restos de la víctima fueron hallados entre la vegetación, a unos doscientos metros del coche accidentado, donde al parecer fueron parcialmente devorados por la fauna local. Según declaraciones del forense a cargo, el Dr. Alfonso Rivero, el estado de los restos dificulta las pericias, aunque el motivo del fallecimiento estaría confirmado.

El juez a cargo solicitó el despliegue de más unidades en la zona y aledañas. Por su parte, la Policía continúa con la búsqueda del sospechoso que, al igual que el arma homicida, sigue desaparecido” […]





 



El cuento recitado por Max:

 


bottom of page