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La sombra de la niña amarga

Mardou Grall / Inés Iribarne




La sombra de una enorme mano posa sobre mi rostro, me resulta una mano familiar, no me asfixia, pero me rompe las pelotas. Me cuesta horrores levantarme del nocturno sarcófago semisubterráneo que habita mi cuerpo durmiente en busca de reparo. Otra mano igual de grande y etérea presiona mi pecho, susurra: no te levantes.



Cataratas de cartas, cartas, cartas. Agarraba la guía telefónica y buscaba nombres coquetos, simplones o extravagantes, lo que en el momento me llamara la atención estaba bien. Silvia Gorf, Madesen Truts, María Marta. Llamaba y ofrecía una encuesta con la intención de favorecer a tal o cual empresa, prometía al oyente que recibiría algunas muestras de regalo a cambio. Todos, chochos, como si sus vidas estuvieran completamente agarrotadas de indulgencias y secuencias tuertas. Accedían. No los culpo, también hubiera querido mis muestras. Conseguía sus direcciones, curioseaba en sus miedos o deseos, a través de extrañas preguntas, que sin refutar, tímidamente, solían contestar. Entonces, les escribía una carta, simulando videncia, jugando a guía espiritual o a alguna cosa de esas. Una carta sin pie ni cabeza, anónima. Me hubiera gustado poderlos espiar al momento en que la abrían y comenzaban a leerla. No sé, supongo que estos juegos reencendían los sinsabores de la vida, amenazando los vericuetos desabridos que me entorpecían los pensamientos.



¿Y usted? ¿Quisiera recibir una de mis cartas?



De niña añoraba el sueño eterno. No la muerte, sino la vida plácida de los sueños. Ocupaba largas horas tumbada en la cama, con la vista en dirección al techo, oyendo la radio que, a lo lejos, dejaba prendida papá, o mamá. Imaginaba las caras detrás de las voces, creaba mundos paralelos para que existieran tantos personajes como relatos. Manoteaba los inicios y proseguía el camino yo, de la trama, de la vida y de la muerte, hasta quedar dormida. A veces me hipnotizaba en cosas crueles, tenía un mundo habitado por los niños de ojos grandes y débiles. Niños pobres de madres pobres, sufriendo de pobres, algo que parecía que sería para siempre. Y yo andaba ahí, con ellos, en mi imaginación, dolorida, observando perpleja, enojada, gritando, intentando hacer algo por ALGO, por alguno de ellos.



Imaginar la muerte de mis padres o de mis hermanos me ayudaba a quererlos, a extrañarlos, a desear en forma consciente estar a su lado. En general, lo hacía luego de pelearnos fuerte, después de la ira y de los ojos hundidos de llorar, por no ser como ellos querían que yo fuera. Antes sufría por eso.



Sos amarga, sos amarga, sos amarga, me decían, qué importa quién. Y yo les decía que no. Pero sí, lo era.



Amaba tanto todo que pronto me llegaba el derrumbe, la objetividad, el desmadre, la intención del otro, la desilusión. Creo que aprendí, mañana, que no puedo sufrir, porque todos no me aman. O porque casi nadie. O porque extraña vez acontece en la forma que quiero.



Ya casi cumplía diecisiete años y había comenzado a utilizar la sala para poder leer más horas con luz natural, sin gastar electricidad. No solían utilizarse mucho los espacios comunes en la casa. Más bien, intentaba cada uno esconderse en su cuarto, oíamos los intervalos de sonido con la oreja pegada a la puerta para poder ir al baño sin toparnos. Igual, a veces, estaba mi padre en la sala, o parecía que estaba. Yo formaba torres de libros en mis muslos para pasar desapercibida, mi cara cambiaba de tapa y de color. Internada en mi nave, los pasajeros entrando y saliendo no podían adivinar si estaba triste o sonriendo.



Me voy, me voy, me estoy yendo. Ser adolescente puede ser para algunos colosal, quizá colosal y sufrido. Para mí, es la mismísima mierda. En mes y medio cumplo la mayoría de edad y se amontonan las fronteras pidiéndome que me vaya. A lo incierto, a la lejanía, a la búsqueda fatal de la felicidad. No necesito permisos para eso, para pensar ni para escabullirme.



Hará dos meses que no voy por casa, llamé hace unos días y no contestaron, de todos modos iba a colgar. Me gusta oír la voz de mi madre transformándose en el silencio. Atiende formal, seria, amable, y termina irritada, maldiciendo, qué sé yo, es su humor. Cuando cuelgo, a veces río, otras veces pienso. Quedo recostada contra la cabina telefónica con el tubo en la mano, enroscándome el brazo con el cable o jugando con él. Mirando el mar. La gente corriendo por la rambla, los perros. A veces coloco el aparato en su lugar, cruzo la calle y me siento. Llorar a veces me hace bien y a veces me hace mal.



De compra y de venta. ¿La vida es algo más que hacer tómbolas, vender y comprar galletitas, vender y fumar cigarros? ¿Soportar halagos fuleros y listas de quejas hipocondriacas? ¿Cuánto sale? ¿Te queda? ¿Me das? Quiero, bueno, dale, tenga, gracias, desgracias. Buenos días y buenas tardes. Seré amarga, pero siempre fui discreta. Buenos días y buenas tardes, soy vecina de calidad, dicen las viejas.



A fin de cuentas, lo devuelvo, pierdo otro trabajo o lo entrego. Consciente o inconscientemente. Pero empiezo a llegar tarde, a tratar mal al público, a responder cuando siento que me agravian con incómodos silencios, a quejarme y mover las cosas de mala gana. Eso que era la empleada ejemplar. Trataba a todos muy bien, era alegre, amable, sofisticada. Los propietarios del lugar que me dieron el trabajo hablaban maravillas de mi persona. Pero se hartan y me empiezan a observar, con otros ojos, con ojos que no tienen nada mejor que observar. Me desgastan, me desalientan, fruncen el ceño, ríen entre quejas. Tal o cual ropa no es adecuada para acá, dicen, o no me gusta cómo ordenaste la heladera. ¿De qué van? Si siempre la ordené igual.







Un día llega la marida del hombre que me contrató y me ordena que cruce urgente a comprarle un café porque llega tarde y se tiene que depilar. Ya he cruzado otras veces, y me gusta, me caen bien los de la cafetería. Pero, en general, no me quedo de charla, sé que no le gusta a ella, la marida, quedarse sola en el local mucho rato. Ella no atiende, solo los hace esperar. No se vayan que la muchacha enseguida viene, dice. ¡Ja! Un tumulto de gente al llegar, y el olor al café caliente en mi ñata, me tienta. ¡¿Cuándo será que me diga: comprate uno para vos, si querés?! Cuarenta pesos no es nada.



Llego y entro en la máquina, en la cápsula de buscar y entregar cosas. Plata, caja, papas, vuelto, guardo, doy, golosinas, tabaco, monedas, jugos, alfajores, billetes y todo de nuevo. Que pase bien, que pase bien, que pase bien. Entonces el tiempo transcurre volando. Soy eficaz, soy hábil y hago bien las cuentas. El tumulto se esfuma y la marida se va, pero antes me dice: llevá el vasito, así me voy, dale, no demores, andá.



Me seco la frente y corro. Devolución de vasos vacíos, podría ser un oficio a esta altura, la gente no se sabe cocinar, cortar las uñas, sacar a pasear el perro o coser un par de medias, devolver vasos vacíos es el colmo, pero es similar. Hablo de no saber hacer nada, lo básico, barrer, calentar agua, pasear un perro, devolver un vaso. Ustedes pensarán: ella sabe, solo que no quiere hacerlo. Pues no, no sabe. Cruzó algunas veces con la intención de devolverlo. Buscaba al mesero, llamaba con chistidos al personal detrás de barra y giraba en sí misma buscándose comunicar sin saber hacerlo. Al final, dejaba el vaso en cualquier mesa y regresaba. Nadie la vio, nadie entendió que ese vaso vacío quería ser devuelto. Al día siguiente, me preguntaban: ¿Y el vaso? No lo trajiste ayer. Entonces yo reía.



La cosa es que un buen día, cercano a mi cumpleaños, crucé corriendo en busca de un capuchino suave con doble splenda para la marida, que andaba fatal, rabiosa, insoportable. Otra vez por irse a depilar, ¡qué coñazo!, raspan sus piernas, compadezco su entrepierna. Salí, crucé, llegué a la barra y dije: Buenas tardes, Panda, ¿cómo anda, Sandra? ¿Me da un doble expreso cargado sin azúcar, por favor? Ellos me quedaron mirando y riendo. No es lo que toma la marida, dice Sandra. Entonces levanté una ceja, y una semirrisa pícara escapó de mis labios invadiendo el resto de mi rostro, contagiándolos a ellos de felicidad. Y empezaron a golpear las mesas y a hablar alto. Llamaron a Mai. Mai, Mai, ven aquí, le dicen Panda y Sandra. Panda es el dueño de La Café y Sandra la encargada. Continuaron: Adivina, adivina, ¿qué pidió la niña? Antes de Mai poder responder, un poco perplejo, haciéndole señas a una mesa que esperaba sus tostadas, avisando que ya iba, mira a Panda en silencio y este le insiste: ¿Qué pidió la niña?



Panda extiende sus labios, y su boca gigante y los dientes delanteros que aún conserva, se quita el repasador semisucio de encima, y tomándolo del extremo golpea el borde de la caja registradora. Él es toda emoción, emoción extraña y hermosa que me encanta. Y señala con su dedo escuálido, fino, largo y amarillo de fumar a Mai. Vamos, Mai, que ellos esperen, regálales las tostadas, da igual, ¿qué pidió la niña? Y ríe a carcajadas mórbidas, agachándose a medias y enderezándose a medias detrás del mostrador. Y al fin, Mai responde: ¿Capuchino suave con doble splenda? Y Sandra ríe y Panda aúlla como un loco, Mai no entiende y continúa trabajando, riendo también, observando hacia atrás, pensándonos, cobrando y entregando tostadas.



Salí con mi café doble, cargado, sin azúcar, que Sandra preparó y no quiso cobrarme. Me senté en una de las mesitas de afuera, donde el sol daba directo. Y observé a través de la avenida doble, que nos dividía a una distancia intermedia con respecto al kiosco. Daba para observar, entre auto y auto que pasa, la cabeza de la marida bien peinada sacudiéndose de un lado al otro, buscándome entre las personas que cruzaban para acá y para allá en la avenida. El kiosco hasta las manos, creo que nunca vi tanta clientela. Hora pico. Algunos se resignaban de la espera y se iban, pero ella no atendió. Disfruté el café y el panorama un buen rato, hasta que decidí irme. Saludé con un beso esparcido por un ademán cordial de mi mano en el aire, desde la puerta del local. Y todos me miraron, los conocidos sonrieron y sacudieron sus manos con alegría y orgullo reluciente en sus ojos.



Bajé hacia la rambla para caminar sin rumbo hasta llegar a la peatonal, y me metí a chusmear las mesas de los vendedores ambulantes que ríen y fuman porro. Estaba alegre, y todos parecían también estarlo. Hasta a un hombre entrajado de maletín le escuché silbar. Me tomé el bus a casa sin pensar demasiado en qué haría luego, miraba sonriente por la ventana. Justo, me tocó un asiento del fondo, que son los que más me gustan. Y vi la ciudad, gris Montevideo de edificios bajos, brillar bajo el sol y convertirse en tonos sepia, en una ciudad más hermosa aún por verme alegre.



Al llegar, mi madre discute con mi abuela. Mi padre, sentado en el sillón, mira la televisión, callado, sumiso, como siempre, casi que parece muerto. El cuarto de arriba con la música al palo. Humo y alboroto de tono sombrío, que me hiela los huesos. Entro en mi rincón llamado cuarto en el que apenas quepo y me prendo un tabaco. Mi padre mira de reojo hacia donde estoy, aunque no lo vea, sé que lo hizo, y agudiza su nariz para identificar el olor a tabaco que odia. Pero no dice nada, nunca dice nada. Mi hermano baja corriendo y dando saltos por las escaleras, y mi madre lo ataca, porque mi abuela ya no está dando respuesta. Abuela se limita a pasear la mirada, con su viscosidad, y a rascarse la cabeza. De tanto en tanto, la mira, a mi madre, su hija, y hurga con el dedo gordo en su ñata.



Yo no tenía celular, eso del celular era muy nuevo, y no me interesaba de momento. Prefería enviar cartas y jugar con el aparato de línea. ¡Por cierto! Qué raro que aún no llamaran del trabajo. Pienso en eso y suena. Auch. Ojalá que nadie atienda, pienso, y agarro rápido una mochila, medias, bombachas, buzo, pantalón, tres libros, y el teléfono sigue sonando. Mi madre ocupada discutiendo se tarda, a mi hermano le dice que no atienda, que él no paga el teléfono, que no lo puede usar. Que se comió toda la fruta, que es un renacuajo malvivido y que lo ama. Es raro, ella es así, qué humor. Oigo los pasos salvajes de la fiera envuelta en llamas dirigiéndose al teléfono sin dejar de gritar sus ocurrentes observaciones. Traquetera de insultos extravagantes. CUELGAN. De todos modos, me apresuro a cambiarme los zapatos y a buscar una bufanda para salirme de la casa rápido, antes de pillarme el riiiiinnggg de nuevo. El teléfono vuelve a sonar y yo ya pronta salgo. Niñaaaaaaaa, ATENDÉ, grita mi madre, pero no le hago caso, salgo dando un portazo. Ella corre y contesta, sale a la puerta a gritar, es para VOOOOOOS, loca, maldiciéndome, llamándome rabiosa por mi nombre completo. La miro y corro, me da terror. Corro, corro, no sé a dónde, pero me alejo veloz con la mochila en la espalda. Miro en mi sombra a una niña más baja, yo soy una mujer gigante.



Siempre recuerdo cuando mi madre me hizo dos trenzas para recibir la bandera en un acto estúpido de la escuela, pero yo quería el pelo suelto. Lloré toda la kermes con la bandera en la mano. Había mucho viento, pero mi bandera no flameaba, era la única que no flameaba. Quizás porque yo no quería eso, no quería que flameara, quería desatarme las trenzas, pero me daba miedo. Esa tarde cuando corrí con la mochila al hombro necesité tocarme el pelo para corroborar que estaba suelto. No quería trenzas nunca más. Observé también que mi sombra no reía. Siempre estaba igual al parecer. Aunque moviera mis piernas y mis brazos para confundirla, ella nunca sonrió.





 



El texto recitado por Mardou:



 



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