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Dear Richard Dean

Emiliano Sagario




En el continente africano, en el cono fértil y saqueado, cuando el color todavía era un delito escrito en papel, los niños que nacieron en mi época, cuando acá se decía democracia, los niños negros, no los raquíticos que pisaban el barro y el cólera, aunque más bien fueran los blancos los que tuvieran televisor, te veían.



Tu navajita de mil piezas, tu astucia, oh, tu astucia, y ese pelo dorado que llevabas como una estrella recia del synth pop británico de tu época, o como una estrella a secas, brillando en Yugoslavia, cabalgando la Perestroika, liberando un pueblo camboyano, tú, héroe, migaja de la guerra fría.



Y los vietnamitas qué dirían de tu piel tostada en Miami, o en Cuba, o en la Cuba ficticia en donde seguro tuviste una misión, en donde rescataste a un mandatario de las fauces del comunismo malvado, o vaya uno a saber qué otro acto heroico habrás arremetido, rubio y fuerte, pero, sobre todo, hábil.



Era la guerra del Golfo, y los helicópteros sobrevolaban el barrio tranquilo, volaban de aquí para allá llevando información, trasladaban figuras clave de la geopolítica de entonces, a pocos metros estaba el presidente y su gabinete de cómplices. ¿Y qué si el helicóptero caía en mi jardín? Tú sobrevivirías. Con el abrelatas de la Victorinox abriste una compuerta, y tu nobleza te haría volver a buscar a las víctimas de las llamas: un alto comisionado yankee, una mujer sensual y poderosa de la que te habías enamorado.



Yo me quedé mirándote, atónito, como los niños en Ruanda que no te conocían miraban a los hombres que masacraban a sus padres con machetes, los cortaban en pedazos, les sacaban las manos a hachazos, eso hacían, me dijeron. Así te miré yo, pero no esperando la muerte, como esos niños, no aterrado, aunque tenía miedo. Yo esperaba la salvación, porque vos eras la Justicia, y para mí el golfo Pérsico era la bahía de Montevideo, y los pedazos de la URSS estaban cayendo como revoque aquí nomás, en la otra cuadra. Mi madre también te miró así, quizás más encendida que atónita, más brasa que leño, y trajo un paño para limpiar tus heridas y horneó enseguida un pastel de manzana, tal como lo comen en los Estados Unidos, mientras yo te cuidaba. Te quitó las botas como si fueras el Cristo y lavó tus pies, tan cansados de correr por el mundo.



Pero en el Golfo no tuviste suerte y Kuwait ardía en llamas, como tu helicóptero, y nuestro país de ensueño latinoamericano te recibía con los brazos abiertos. No solo yo miraba el cielo esperando tu llegada, que no tu accidente, había aglomeraciones de niños en Bulevar Artigas como cuando vino Xuxa, había innumerables mujeres que esperaban recibir un beso tuyo, un beso como el que te damos en la pantalla de la tele al mediodía, cuando tu boca recta queda en primer plano.



Mi madre quiso que te cambiaras, que te pusieras cómodo, intentó arrancarte los Levis entre risotadas nerviosas. Tu mirada era la paz, estabas tan tranquilo, en el patio ardía la tripulación y la mujer hermosa a la que no pudiste salvar, y eso te rompía el corazón. Pero estabas tranquilo. “So comfortable”, dijiste de los tristes sillones de mimbre de mi casa, “Oh, such a wonderful pie”, dijiste del pastel de mi madre, y ella no entendió y no precisó sonreír para complacerte porque ya estaba sonriendo.



Se había desatado la alarma, y en el cielo otros helicópteros vociferaban por el megáfono, exhortaban a la población a permanecer en sus casas, pero la población entera iba arrimándose a mi puerta, ya había trascendido que vos ibas en el helicóptero, y la gente traía imágenes de tu rostro mirando al infinito, algunos traían velas, muchos lloraban. Y llegaron varios jeeps, parecidos al tuyo, pero más grandes, como tanquetas, carros de bomberos y ambulancias, canales de televisión y todas las radios de la ciudad. Dijeron que hasta el mismo presidente se había apersonado con su cabellera blanca de patricio, con su piel roja del alcohol, con su esposa bajita y bien vestida. Todos esperaban que estuvieras vivo. De ti dependía el futuro de la humanidad, de tu ingenio de Scout, de tu corazón preclaro, de tu inmenso valor.



Me miraste a los ojos, oh, Angus, agarraste mi muñeca y casi la quiebras con tu fuerza y qué más querría yo que me quebraras, iba a ser mi honor ofrecer mi muñeca para que la partas. Golpearon recio la puerta y gritaron “Abran, o tiramos la puerta”.



Take me to your room”, susurraste varias veces, ya habías aflojado la fuerza en mi brazo, pero me acariciaste el pelo y lo hiciste caer sobre mi frente. No sabía qué hacer, si corrérmelo o dejarlo así para siempre, y no entendía qué querías, qué decías, nunca imaginé que quisieras escapar. Juntaste tus manos y apoyaste la cabeza en ellas, simulaste que dormías, hasta cerraste los ojos para que yo entendiera. “Llevalo a tu cuarto, Pablo”, dijo mi madre. “Ya voy, estoy vistiéndome”, les gritó a los de afuera.



A esa hora, en Checoslovaquia, las familias se reúnen frente al televisor a admirarte, habrá niños como yo que tienen un póster con tu cara en la cabecera de la cama al que besan en la boca de cartón, a escondidas de sus padres y hermanos. Habrá madres como la mía deseándote pero no tendrán la misma suerte, no tendrán la posibilidad de curar tus heridas como mi madre que, orgullosa, nunca contó a sus amigas la gloria de haberte cuidado, nunca dijo nada para protegerte, porque fuiste nuestra luz ese mediodía nublado, fuiste como la estrella de Belén pero no anunciabas la llegada de nada, simplemente llegaste. Quizás la transmisión checoslovaca de tu programa se haya cortado para informar lo que aconteció en este remoto país, y los niños lloraron al pensar que habías muerto, y las mujeres lloraron en el baño, o en la cocina, para que sus maridos no las vieran llorando por ti y se sintieran engañados, y ellos se sirvieron una copa de brandy de ciruelas que tomaron en silencio, apretando los labios entre sorbo y sorbo.



Entraste a mi cuarto pero no observaste el póster, ni los pegotines con tu cara adheridos a la pared y a la mesa de luz. En ese entonces mi sueño era tener una colcha con tu rostro intrépido, o con tu cuerpo entero, así al taparme quedarías acostado sobre mí y me darías calor, pero no vendían en ningún lado, es inentendible.




Edurne Azkenean.




Te quedaste en la puerta escuchando, pero claro, no entendías español y me dijiste “what do they say?”, y no llegué a contestarte lo que no entendía pero suponía que preguntabas, no llegué porque los pasos se hacían fuertes, se hacían firmes, y podría ser el presidente mismo quien te buscara, pero no, no, solo era un policía. Tuve miedo. Habías desaparecido, rodaste debajo de mi cama en un nanosegundo, pensé por un momento que no solo eras un genio, sino que también tenías poderes, que eras tan veloz como el sonido o como la mismísima luz, aun cuando no supiera, en aquel momento, que tales cosas tienen velocidad.



El oficial era robusto, o así lo hacían verse sus vestiduras negras, su máscara negra que ni los ojos permitía ver, tal vez fuera un robot, pues tan aparatoso se escuchaba al andar, y tan metálica sonaba su voz a través de la máscara.



Oh, Angus, tus nervios de acero, con razón, ni tu respiración se había agitado, nadie podría imaginar que estabas escondido debajo de la cama de un niño regordete, entre pelusa y zapatos y los pelos de Murdoc, nadie se lo imaginó, ni siquiera el policía robótico que solo echó un vistazo.



Mi madre estaba en un ataque de nervios, y vos tuviste un ataque de alergia por los pelos del gato que llevaba el nombre de tu archienemigo, y estornudabas como si estuvieras en la comodidad de tu casa, te limpiarías la nariz con la manga de tu camisa a cuadros, pensé, pero habías cortado un cuadrado perfecto del forro del colchón con el que hiciste un pañuelo.



Mamá se asomó al cuarto, revoleó los ojos y dijo algo entre dientes. Empecé a estornudar, a hacer que estornudaba. No sabíamos de tu fobia al bautizar al gato, no sabíamos de tu único terror, no sospechamos que sudaras tan frío por la sola presencia de un felino y no por tener a todos los departamentos de inteligencia del mundo rastreándote los pasos. Si lo hubiéramos sabido, Murdoc no hubiera llegado a esta casa, o al menos no lo hubiéramos llamado así para que no tuvieras dos enemigos con el mismo nombre a los que enfrentarte. Son curiosos esos animales, no hay duda, y nunca imaginaste que, a pesar de estar paralizado por el terror, sería él quien te salvara la vida.



¿En qué pensaba yo en ese momento, si es que podía pensar? Ayudarte era un compromiso que asumimos sin saberlo el día que te conocimos, hacía ya unos años, te conocí antes de nacer, mi madre quería llamarme Angus, pero ni mi padre ni mi abuela materna se lo permitieron. Así que pensaría en salvarte, y no le temía ya al estado de guerra, ni a esos robots que habían invadido mi casa con sus perros mecánicos, no me importaba quién estaba detrás de ti, si era el gobierno chino o el Kremlin, no entendía por qué querían capturarte. Entendía que estabas escapando del mal, una vez más, y que en mi casa estaban tratando de encontrarte los malos, pero quizás también los buenos, que te llevarían a un lugar seguro para planear el asesinato de Saddam Hussein o una intervención en los Balcanes, en fin, el restablecimiento del orden mundial. Pero no podíamos confiar en nadie, eso lo supimos en el momento, ahora creo que mi madre fingía su descompensación para distraer, mi padre nunca supo que te habíamos escondido, estuvo preso dos noches por desacato, por pedir que se retiraran de su casa porque llegaba cansado de trabajar. Él también, sin saberlo, estuvo de tu lado.



El terror que te causó Murdoc te cortó los estornudos, suplicaste “take the cat away”, no te importó que te escucharan y yo solo comprendí la palabra cat. El terror de Murdoc al ver al perro policía, en cambio, destapó su valentía, y con el pelo del lomo erizado y el lomo arqueado en una curva imposible, caminando de costado y emitiendo un sonido que nunca le volví a escuchar, asestó sus garras contra el hocico del perro, que salió aullando y eso te dio el tiempo justo.



Con tus ojos de lince encontraste lo que yo ni recordaba. Son una bendición las casas viejas cuando no se caen a pedazos, y aun así son nobles, como vos, fuertes, inderribables. Sos como una casa antigua y tu corazón es tan hondo y oscuro como el sótano en el que te escabulliste. Reptaste por la pinotea y ni las astillas hicieron detener tu andar felino, vaya paradoja. Tus glúteos de cemento en el 505, una escultura viviente. Hasta hoy pienso en ellos. Y la premura por escapar no te impidió ser dulce una vez más, me miraste, guiñaste un ojo y dijiste “thank you”, eso sí lo entendí. No hiciste un solo ruido, cómo es posible, y tus movimientos eran tan perfectos que quien no te conociera juraría que así te desplazas por la vida.


La escotilla no se abría hacía tiempo y estaba hinchada, pero no hay nada que una buena navaja no pueda resolver, eso me enseñaste. Si te hubiera matado por la espalda con la Victorinox que me regaló mamá cuando cumplí los ocho, aún estarías en el sótano, aún estarías con nosotros. Pero no podía hacerte eso. Nunca te voy a traicionar.



Con tu navaja abriste la puerta del sótano y descendiste. Mientras bajabas la tapa vi tus ojos por última vez, vi tu antebrazo fuerte, venoso y lampiño y tu mano sosteniendo la compuerta, la misma mano que me había despeinado y que casi me quiebra, esa mano que desaparecía para siempre. No sé si yo recuerdo todo en cámara lenta, así son los recuerdos a veces, no sé si el tiempo se había enlentecido o si era la meticulosidad de tus movimientos lo que hacía a la penumbra dibujarse tan despacio en tu rostro. Sonreíste una última vez, y había bondad en tus ojos y agradecimiento y tu boca recta se ablandó tanto en la sonrisa, que parecía una pincelada de acuarela pastel sobre un papel de oro.



Todo pasó tan rápido, sin embargo, que cuando me quise acordar ya estaba acostado bajo la colcha desabrida, apenas cenamos pastel de manzana con mamá, el teléfono de la casa no paraba de sonar, era el abogado, mi abuela y mi tío nerviosos por los sucesos del día. Afuera vigilaban la casa, unos tipos desvalidos que parecían desarmados, la vigilaron semanas. ¿Pensarían que aún estabas ahí? Ojalá hubiera sido así.



Al otro lado del mundo, alguien recibía la transmisión de tu programa, alguien te disfrutaba, aunque no tanto como yo te había disfrutado, nadie en el mundo. Quizás algún jerarca asiático miraba la tele y reía y reía de desesperación, pero a la vez de admiración por tu genio, Angus, por tu destreza en las artes del escapismo.



Mamá no volvió a ser la misma, estaba alegre, pero a la tarde, a la hora del mate, se sentaba en el escalón de la puerta a mirar el buraco negro, la mirada perdida en el agujero que se negó a reparar, oponiéndose fervorosamente a la voluntad de mi padre.



A modo de souvenir dejaste tu camisa a cuadros. La encontramos a las semanas porque no nos atrevíamos a bajar, por miedo a delatarte con nuestros actos, o por miedo a que hubiera alguien más allí haciendo guardia, o por miedo a que estuvieras muerto y por las mismas razones fue que decidimos bajar. La camisa tenía tu sangre seca y tu sudor, todavía los tiene, todavía tiene tu aroma sexual. Cada tanto le doy una puntada a la colcha en la que mi madre la cosió, ya que nunca encontré una con tu cara, ya que no pudiste dejar tu autógrafo en mi póster. Te la habrás quitado virilmente cuando ya no soportaste el calor al cavar el boquete con tu pequeño cuchillo, el túnel de la libertad, la puerta de las estrellas por la que saliste indemne y hambriento hacia la casa del vecino, nadie sabe a qué hora, nadie escuchó nada, habrá sido a la hora del almuerzo de algún día de esa semana, mientras toda la familia estaba reunida comiendo y adorándote en la tele, al igual que nosotros, solo que cuando ellos te miraban, vos no mirabas a la cámara y guiñabas, simplemente seguías con tu misión.





 



El texto recitado por Emiliano:




 



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