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Algo se suspende

Eugenia Ladra




Lu Boiani



El bretel del sutién se me cae por el costado del hombro y entonces algo se suspende. Presto atención pero no hay nada en el aire que se mueva. Me doy cuenta, es uno de esos momentos. Intento sostenerlo todo lo que puedo. La sensación es pura, nada es demasiado grande, nada es demasiado claro. Las cosas son en su justa medida. Contengo la respiración y siento que levito por unos segundos deliciosos. En la ventana hay una tormenta desde hace un rato, y ahora la lluvia golpea las chapas del techo y me produce un placer certero. Mañana las plantas tendrán un color radioactivo y por fin dejarán de estar siempre a punto de morir. El vino me pegó hermoso, pienso. Me pegó suave, en las cosas que me gusta observar, en los detalles, en los tesoros que encuentro en mi casa. A mi alrededor las cosas entran en un estado de ensoñación y veo las siluetas difuminadas y grises. La computadora me ilumina la cara de un blanco pálido, mientras completo encuestas virtuales para ayudar a desentrañar esto, a entender el momento. Las respuestas serán mi gran acto heroico, pienso. Y empiezo con la primera. ¿Estás sufriendo violencia en tu casa? ¿Perdiste tu fuente de ingresos? ¿Tu consumo de drogas ha aumentado? ¿Es la ansiedad tu sentimiento predominante? No a todas. Voy hasta el final, hasta que salta el cartel que me agradece por los minutos dedicados. De nada, le respondo, y empiezo a hablar en voz alta, en tercera persona del plural. Digo, por ejemplo, pensemos en esto. Y entonces lo hacemos. Pensamos en la putrefacción de las flores que quedaron sobre la mesa del comedor desde el último día que salí al parque. O, por ejemplo, digo, miremos esta porno. Y entonces lo hacemos. Miramos la porno más soft de toda la página, en la que hay caricias y besos entre dos mujeres que parece que se quieren. O digo, hablemos de esto. Y entonces lo hacemos. Desarrollamos teorías sobre por qué las palabras distanciamiento social nos parecen tan hermosas cuando están una al lado de la otra. Y hacemos una lista. Otra que nos gusta es población de riesgo, pero definitivamente nuestra favorita es confinamiento. Confinamiento. Nos hace pensar en confites, en una pequeñez deliciosa, en un bocado que nos inunda toda la boca. Aislamiento también compite pero no gana. Más que por la sonoridad de la palabra, nos gusta por lo que imaginamos: una balsa náufraga en el medio del océano tranquilo. Así quisiéramos estar. Con el sol en la cara y el movimiento de la corriente en nuestros cuerpos. El sonido también es importante. Pensamos unos segundos en el sonido del agua, en cómo va y viene (...) Pero en lugar de eso, las encuestas, seguimos con otra y después otra. Todas preguntan casi lo mismo, no nos interpelan, una lástima. Que se termine rápido, le pedimos al helicóptero cuando pasa por la ventana de casa. Pero he ahí la cuestión. La proximidad de la mudanza. Es decir, cuanto más rápido queremos que pase el tiempo, más tenemos que dejar las encuestas y más tenemos que empezar a poner en cajas. En nuestras cabezas ya está todo ordenado. Incluso lo anotamos en un papel. Será así: los libros en las cajas de cartón, la ropa en la valija, las cartas en el cubo que cierra con un lazo, las fotos en una caja que fue de zapatos. El resto queda. Se lo entregaremos a una desconocida que habla muy rápido y muy bajo, y nosotras asentiremos aun sin entender muy bien las cosas que dice. Las cajas están desarmadas, atrás de la puerta, así no las vemos y no recordamos que el irse es tan inminente. Pero igual la idea está rondando, está en el aire, al despertar y al respirar. Imaginamos el momento del final, de apagar la luz y cerrar. Entregar la llave. Salir por la puerta de la calle y perderse. ¡Qué oportuno este virus al hacernos quedar en casa la mayor cantidad de tiempo posible! Hay que reconocerle eso también. No seamos mezquinas en el distinguir, por favor, no seamos eso. Seamos, entonces, de las que reconocen y sufren, todo al mismo tiempo. Agradecidas por el sufrir, porque también es disfrute. Porque no es nada tan grave. Como cuando nos rompen el corazón, o no somos deseadas, o hay algo que no alcanza. Los cuerpos se acostumbran. Si no siempre queda la chance de olvidar. Tomar pastillas para dormir y no dormir, por ejemplo. O pensar en que no existe y corporizarlo. O masturbarse cinco veces por día, ejemplo final y definitivo. Pero aún tenemos que resolver algunas cosas más. Tenemos que pensar a dónde nos vamos a ir, qué otra casa vamos a ocupar ahora que a esta le queda poco. Queremos pensar con claridad pero la lluvia cayendo sobre las hojas de los árboles nos distrae. Están volviéndose amarillas, trabajando en desprenderse y después descender con suavidad. Ahora lo que queremos es verlo todo, el cambio, el proceso completo. Queremos ser cada una de ellas, vivir en un árbol y luego caer inevitablemente en la calle. Ser pisadas por autos y personas. Rompernos. Dejarnos juntar por el chico que barre la cuadra de nuestra casa todas las noches, entre las once y las doce, y meternos en una bolsa negra con otras hojas, con otras mugres. Ojalá pudiéramos, pero no será en esta casa y dudamos que sea en alguna otra. Nunca duramos más de un otoño en un mismo lugar, apenas duro dentro de mí sin duplicarme en otra.





 


El texto recitado por Euge:


 





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