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  • Gonzalo Leitón

El montevideano


A inicios de los 90 mi padre y mi tío salían en una murga llamada Los Desterrados. Era un conjunto de balneario, sin pretensiones de profesionalismo, pero llevado adelante con entusiasmo, desenfado y mucha bebida. La murga ensayaba los fines de semana de enero y febrero. El viernes de la semana de Carnaval se iba de caravana por los balnearios vecinos, y el sábado daba una única función en la cantina de nuestro club. Era el gran día del verano: 300 personas se apretaban entre las maquinitas y el futbolito, bailaban sobre las sillas plásticas y en la cancha de bochas; había olor a pizza y a pucho. Luego de la actuación, algunos Desterrados —rodeados de niños, entre los que me contaba— se quedaban cantando hasta altas horas éxitos propios de años anteriores, despedidas clásicas del repertorio murguero y temas de Jaime Roos (“Los futuros murguistas”, “Retirada”, “Brindis por Pierrot”, “Despedida del Gran Tuleque”).

A mediados de los 90, en una clase de Literatura de segundo o tercero de liceo, la profesora propuso como tarea el análisis de la letra de una canción. Armó grupos de cuatro o cinco alumnos y a cada uno le entregó un texto. A mi grupo le tocó “Adiós juventud”. Mis compañeros protestaron, no les gustaba. Yo, en cambio, estaba feliz. La canción me encantaba y la sabía de memoria, comprendía el significado de sus extrañas palabras (borocotó, talud, pierrot, cuplé, rulo del tambor), y entendía que quien habla es un murguista —ya viejo— que se lamenta del paso del tiempo y se despide para siempre del tablado. Además, hacía poco había visto en la tele una entrevista a Jaime en la que contaba la alegría que había sentido cuando, tras numerosos intentos fallidos, finalmente dio con la rima y el segundo verso de esa frase simple y precisa que dice: “Parece mentira las cosas que veo por las calles de Montevideo”. La profe quedó emocionada.

En 2000 Jaime editó Contraseña, un disco de versiones de temas de músicos uruguayos. Mi amigo Juan lo compró, y los sábados de noche lo escuchábamos hasta el hartazgo. Tiene excelentes interpretaciones, como “No pienses de más”, de Jorge Drexler, o “Andenes”, de Estela Magnone, pero nuestras preferidas eran “Calle Yacaré”, de Roberto Darvin, y “Altos”, con letra del Flaco Castro y música de Jaime. Con este tema nos pasaba algo curioso: nos parecía horrible, no podíamos creer lo espantosa que era la letra, la métrica metida a prepo, las desafinaciones; sin embargo, la escuchábamos una y otra vez. Esto coincidió con el descubrimiento de un viejo vhs que tenía grabados algunos videoclips. Eran hilarantes. Jaime se estaba volviendo para nosotros un personaje de comedia: en “Nadie me dijo nada” aparecía echado en la cama, greñudo y bigotudo, bebiendo de una botella de tequila marca No Puedo Más; en “Una vez más” se cruzaba en cámara bailando mientras aguantaba la risa.

A mediados de los 2000, la pavada adolescente había sido —parcialmente— superada, y pude volver a disfrutar de Jaime Roos, el músico. Fui a muchos de sus recitales: en La Floresta, en Rambla Sur, en el Moviecenter, en la playa Ramírez, en la explanada de la Intendencia. La mayor parte del repertorio se componía de hits, pero cada tanto deslizaba alguna sutileza como “No dejes que”, “Sí sí sí” o “Bienvenido”. Hacía muchos años que Jaime no publicaba un disco con temas nuevos, y la gente comentaba que estaba acabado, que se había vuelto un músico que hacía covers de sus propios temas. Pero en 2006 sacó Fuera de ambiente, y si bien no es ni por asomo uno de sus mejores trabajos, contiene “Tema del hombre solo”, y esa canción por sí misma perdona el silencio de una década.

Hacia 2009-2010 frecuentábamos con asiduidad El Gallo Rojo, un bar de la Ciudad Vieja. Un viernes de invierno mi amigo Antonio me llamó para avisarme que Jaime estaba ahí, muy animado y sociable. Media hora más tarde, estábamos los tres sentados a la barra del Gallo hablando de los Beatles, Gilberto Gil, los Hells Angels, Jethro Tull, los festivales de la Isla de Wight, Los Amantes de la Boca y el Canario Luna. Al despedirnos, intercambiamos mails. Unos días después, le escribimos; obviamente, nunca respondió. Colgamos el papel con la anotación de Jaime en la heladera, y la tinta se fue borrando lentamente: roos.jaime@.... Algunos años después, Jaime se apersonó en un Peach and Convention. Varias personas lo rodearon para abrazarlo y regalarle discos y libros. Con mi amigo Nacho nos acercamos y le dijimos que al día siguiente lo iríamos a ver (actuaba cerca del Cilindro), pero que tenía que tocar “Las cosas malas”. Nos alejamos. Al minuto apareció y nos dijo: “Ustedes son muy hippies si piensan que en un festival de este tipo puedo hacer ‘Las cosas malas’”. Al otro día nos ubicamos junto al escenario. En un silencio prolongado, Nacho gritó desaforadamente “¡Las cosas malas, Jaimeee!”. Jaime se rió, tomó el micrófono y dijo: “Ustedes estuvieron ayer en el Peach and Convention”.

***

En abril Editorial Planeta publicó Jaime Roos. El montevideano. Vida y obra, un libro escrito por la historiadora y docente Milita Alfaro.

Para confeccionar esta biografía, Milita pasó dos años entrevistando a Jaime y utilizó una gran cantidad de artículos de prensa, que el propio músico le proporcionó. El libro se lee con mucha fluidez, tiene una sintaxis muy bien trabajada, y es atrapante, se pegotea a las manos. En cada página surge una revelación, una historia que sorprende y fascina. El texto recorre la vida de Jaime año a año e ilustra sobre los extravagantes orígenes de los Roos y los Alejandro (líneas paterna y materna), la niñez en el Barrio Sur, los años de adolescencia en un Montevideo cada vez más oscuro, los viajes por Europa y América Latina junto a Franca, las primeras grabaciones, el nacimiento de su hijo Yamandú, el regreso a su ciudad, el encuentro con una voz y un estilo que él consideraba íntimamente montevideano, el éxito masivo, las relaciones con Lazaroff, Mateo, el Canario Luna, Rada, los problemas con las adicciones, la ética de trabajo, las historias detrás de las canciones, y un enorme etcétera.

El libro no se trata de una investigación crítica sobre la vida y la obra de Jaime, sino de un relato oficial, pasado por el filtro de lo que el biografiado quiere o no quiere contar, y por el modo en que decide hacerlo. No incluye otras voces que complementen, discrepen o directamente refuten los recuerdos u opiniones de Roos; no profundiza en aspectos estrictamente musicales o letrísticos, más allá de narrar la génesis o el significado de las canciones; maneja escaso contexto histórico y uno musical más escaso aun (¿alguien grababa discos en Uruguay y el mundo además de Jaime?); omite sendos pifies (por ejemplo: el dueto con Natalia Oreiro en “Pasión celeste”, o la pelea mediática con Ruben Rada).

A pesar de esto, Jaime Roos. El montevideano es un libro fundamental para todo aquel que ha disfrutado alguna vez de su música y ha vivido en Montevideo en los últimos 40 años. Es que funciona no solo como una biografía de Jaime, sino también como una biografía de la ciudad y, por qué no, del lector mismo. Al menos, eso ocurre conmigo. Mientras leo, los recuerdos de Jaime y las apreciaciones de Milita disparan mis propios recuerdos e historias, y noto la gran cantidad de experiencias vitales que tengo vinculadas a su música.

Cuando se indica que la foto de portada de Brindis por Pierrot está tomada en el Cocktail Bar, no puedo evitar pensar en las mil veces que esperé el ómnibus casi en la puerta de ese boliche. Cuando me entero de que “Los futuros murguistas” nació en los ensayos de Falta y Resto en la sede de Fénix, casi fondo con fondo con la casa donde crecí, me acuerdo de estar acostado en mi cuarto y escuchar la murga. Cuando Milita menciona las duras críticas que Jaime recibió por componer un jingle para el diario El País, me viene a la mente un chiste que contábamos en la escuela: “¿Qué hace un gallego con la cabeza metida en la pileta? ¡Quiere escuchar el grito deeeel caniiilllaaa!”. Por el libro supe que cuando lo encontramos en El Gallo Rojo Jaime estaba atravesando uno de los períodos más oscuros de su vida, y que “Las cosas malas” está inspirado en una carta que le mandó Franca —su pareja de la juventud y madre de Yamandú—, y es uno de los temas más íntimos y queridos por Jaime.

La lectura de este libro enriquece la escucha de sus discos, pone en evidencia la estrecha relación de sus canciones con Montevideo, con sus calles, boliches y caracteres humanos, atrapa en cada página con la gran cantidad de sucesos y personajes que aparecen, y a la vez dispara recuerdos y memorias personales en el lector. Tal vez de esto se trate ser un músico popular.

I: Juan Pedro Salvo
 

La nota recitada por Gonzalo:


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