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  • Nina Blau / Numi Nuk

La Banda del Capitán Rayo o Las predicciones de Pablo Dobrinin


Hace unos momentos se había detenido la lluvia pero el agua que hacía las veces de calle montevideana seguía calma como si presagiara una nueva precipitación. Nunca se podía confiar en la estabilidad del tiempo, las últimas investigaciones meteorológicas habían demostrado que los intentos de los científicos por recomponer los estratos atmosféricos habían sido inútiles, por lo que se esperaba un clima cada vez más epiléptico y hostil.

Aproveché ese momento sin lluvias para encender un cigarrillo de la marca Charrúa Inquieto, la única que saciaba por completo mis ganas de fumar, no como esos símiles de tabaco que ahora vendían las tiendas de corte naturalista con sus hologramas de humo sintético emergiendo de labios frondosos y rojos. Como si el simulacro de un pucho me fuera a calmar los nervios en esta ciudad tan ecléctica e incansable, aunque la visión de los labios era estremecedora y tentadora a la vez, tanto que tuve que evaporar un recuerdo que quería venir a la superficie. Uno que me hubiera abstraído demasiado de mi investigación, y no era precisamente el momento para tener distracciones. Tenía tres días para resolver lo que en mi interior había catalogado como “la incógnita más estrafalaria de mi carrera de detective”. Y estaba en cero, en el punto principal, tan solo recopilando datos que quizá pudieran decirme algo, aunque de momento no lo hacían.

Se trataba de la perniciosa desaparición de un joven que se sospechaba que habría sido inducido a participar en un movimiento popular que adquiría cada vez más fuerza, lo cual no era poco común en el clima político intempestivo que predominaba en el senado uruguayo en los últimos 30 años. Existía una brecha tan fuerte entre los gobernantes y los habitantes del país, que incluso se habían designado barrios para separar a los unos de los otros, generando así una suerte de gueto urbano donde convivían todas las clases medias y bajas (excluyendo a las altas, que sin excepción incluían los puestos de gobierno) y en donde las leyes sufrían un efecto de distorsión cotidiana sumado al alto grado de corrupción que todos conocíamos en las filas de las comisarías flotantes. Quedábamos, sin embargo, algunos detectives con buena intención, dispuestos a sobrevivir con los tres vintenes semanales a cambio de una conciencia pura y con la rara capacidad de poder recorrer casi cualquier punto de la ciudad sin necesidad de claves personales.

La carencia de referentes honestos sumada al envejecimiento vacío de ciertos símbolos de poderío antiguos (así como esas estatuas de un “Artigas” diseñadas holográficamente para transmitir propaganda a través de las córneas del observador) habían generado en la población la necesidad de recurrir a nuevas formas de liderazgo urbano, utilizando como referencia ideales populares, personajes del acerbo cultural o nociones inventadas. A esto se sumaba la situación de una economía crítica que, a pesar de que había sido así en los últimos 30 años, tras el derretimiento absoluto de los polos y la guerra comercial salvaje entre las nuevas potencias, ahora se unía con las nuevas filosofías liberales y revolucionarias, que pregonaban desde Neo Europa una actualización de los pensamientos que Bakunin tuvo hace al menos tres siglos. Hasta las clases más bajas poseían un reloj holográfico que les permitía acceder en directo a las manifestaciones y escuchar de primera mano los discursos contestatarios, por lo que comenzaron a formarse pequeñas y grandes bandas urbanas con una jerarquía y organización propias y a veces armadas hasta los pies. Así es que estaban la banda del Cerro, los Vecinos Unidos Tortafriteros, la banda del Almacén El Hacha, los Viejos Seguidores de Batlle, Mano Dura, y cientos más. Estas bandas no eran nada, sin embargo, si se las comparaba con la de Los Dueños del Agua, cuyo carácter influyente a nivel político y su poderío legal los hacía poseer la jurisdicción de la Ciudad Vieja. Eran un grupo impune de delincuentes de la peor calaña, una banda de crimen organizado con poderosas redes, que traficaba con armas, drogas sinápticas prohibidas, sicarios y prostitutas, y que tenía una acuerdo tácito con la policía para desarrollar sus actividades sin consecuencias legales.

En oposición a estos, otra organización fue tomando clandestinamente las calles, las casas y, lo que es más peligroso aun, fue atrayendo a los jóvenes a través de literatura demodé y de promesas incumplibles. Era la Banda del Capitán Rayo. Y aquí es donde entraba en juego el joven desaparecido recientemente, porque si bien era la décima desaparición que contábamos en la semana, era la más importante de todas, ya que se trataba de un descendiente directo de Pablo Dobrinin, el escritor uruguayo que alguna vez en el siglo XXI predijo cómo sería el Uruguay del siglo XXIII y cuya pasada literatura utilizaba esta banda a modo de bandera.

Sentí la vibración característica de los dispositivos de comunicación e inmediatamente frente a mi visión apareció el inevitable halo de luz verde que indicaba la materialización de una holollamada. Por el color supe que era García Pérez, el director del despacho. Me llamaba en los momentos más inapropiados, pero la naturaleza subcutánea de los dispositivos que nos instalaban en la academia hacía ineludible el deber de ver esa cabeza de hombre cincuentón flotando frente a mí cuando él lo dispusiera.

—¿Sí? —dije sin mucho ánimo.

Su rostro empezaba a dibujarse dentro del halo de luz, pero sus sienes y los bordes de sus lentes estaban difusos.

—Carlos, ¿dónde mierda estás? Es tarde para… [kkjjj]

La señal se veía interrumpida por una incipiente formación de neuroprotones expansivos que amenazaba convertirse en un próximo chaparrón atmosférico. Coloqué mi reloj de pulsera frente a mi vista (una imitación neovintage del reloj del legendario Dick Tracy, que había adquirido en una feria de baratijas del río Tristán Narvaja y modificado para aislar las recepciones interespaciales de la holollamada) y observé cómo se agregaba nitidez a sus facciones de hombre amargado, sus ojeras irritables resplandecían con la luz verde y sus bigotes achaparrados se movían en un temblor paranoico. No necesité más nitidez para saber que mi actitud le disgustaba y que sería necesario elaborar una respuesta cuanto antes.

—Señor García, estoy avanzando con la investigación. Tendremos el paradero de la Banda del Capitán Rayo a la brevedad —dije con firmeza.

—No juegues conmigo, Carlos, sabemos que pasás el día leyendo esos cómics del año de mi abuela y esos cuentos raros que a nadie le gustan, ¿querés concentrarte en el trabajo de una vez? —. La terrible costumbre del ministerio policial de pedirnos a los trabajadores para monitorear todas nuestras actividades, sin excepción.

Prosiguió:

—Si no tenemos el paradero de Pablo Dobrinin Junior Tercero pronto, la banda lo va a convertir en su líder y el siguiente paso es que los límites que separan la Ciudad Vieja del resto de la ciudad se van a ir al carajo, y vos sabés qué significa eso, ¿verdad, Carlos?

Sí, lo sabía: el caos anárquico absoluto. La Guerra Civil. Y la pérdida de mi empleo, el único empleo decente que quedaba en la ciudad.

—Sí, señor García, cuanto antes. Por cierto: esa literatura que usted tanto desprecia es la pista más concluyente que tenemos en la investigación para llegar a esta banda. Fin de la transmisión.

Antes de que la cabeza terminara de difuminarse en el aire me acomodé la capucha del sobretodo impermeable anticipándome por unos 30 segundos al chaparrón. Sobre el reflejo del agua densa y negra constantemente atravesada por autos anfibios de civiles y motos acuáticas jugando carreras de velocidad el reflejo de un letrero de neón viejo me llamó la atención. Decía Bar Centenario.

Sobre la mesa grasienta apoyé el libro que llevaba en el bolsillo interno de mi impermeable para disponerme a encontrar pistas en su lectura. Se titulaba: Colores peligrosos. Era un libro de tamaño mediano con una extraña ilustración en la portada que mostraba una decena de personajes caricaturizados, entre los que se hallaban un superhéroe, una motosierra, un fauno, un cíclope, una mujer con los senos prominentes desnudos y, en la cima de todos ellos, un gato gordo con los ojos resplandecientes, que parecía gobernarlos a todos. Este diseño era de la reedición de la editorial Gato de Ulthar, realizada en 2012, siendo la original de la editorial Reina Negra, de 2011. Contaba con un prólogo de Elvio Gandolfo y diez relatos cortos de Pablo Dobrinin. Si bien leí por encima algunos cuyo título me llamó la atención, tuve que centrarme especialmente en el quinto, el que llevaba el nombre de “El regreso del Capitán Rayo”. La desaparición del joven que buscaba se ligaba estrechamente con el contenido de esta historia, que si bien había sido creada como ficción en el lejano siglo XXI, se había convertido en el siglo XXIII en una máxima a seguir e imitar, dado su gran alto grado de premonición de los fenómenos sociales y climáticos. El autor, quien había sido uno de los mayores impulsores de la literatura de género en el país en su época, generando incluso una serie de textos catalogados como la primera historia de la ciencia ficción en Uruguay, y por este mismo factor, poco reconocido por sus contemporáneos, se había imaginado un Uruguay del futuro inundado por aguas turbias, con autos anfibios y motos acuáticas, pandillas que hacían justicia por mano propia e informativos transmitidos en pantallas grandes con conductores que se elevaban por el cielo para generar impacto en sus televidentes. En este contexto un detective clásico y solitario llevaba a cabo la investigación del supuesto suicidio del dueño de las cadenas de TV Cable, lo que lo guiaba en sus pasos hasta dos posibles sospechosos, tras haber descubierto que la autoeliminación había sido solo una farsa montada para engañar a la policía.

Estos dos sospechosos habían sido casualmente quienes actuaban en una serie de superhéroes que el protagonista veneraba en su niñez: El Capitán Rayo, clásico héroe con capa, antifaz y gags característicos, que luchaba contra los malos y el villano retorcido, el Cirujano, cuya arma era una sierra eléctrica. En una lectura ágil y atrapante el lector acompañaba al detective en sus conclusiones, asistiendo a las disyuntivas que le provocaba la empatía con el héroe de su infancia, más allá de que todas las pistas apuntaran hacia su presunta culpabilidad en el asesinato. El detective se implicaba hasta tal punto que lograba descubrir nuevas y esclarecedoras pistas que, si bien limpiaban el nombre de su héroe, el actor del Capitán Rayo, conducían directamente al terreno vedado a las investigaciones, la Ciudad Vieja, y por esto lo obligaban a cerrar el caso y mentir a la prensa.

Al final, enfrentado con sus propias convicciones morales representadas en la valentía y nobleza de la personificación de un héroe de su infancia, el detective se enfrenta a su destino y se une en la pelea contra el mal, resultando en un final lleno de felices coincidencias que determinan la conclusión y el éxito del acto heroico, además de restituir una confianza interna que el detective había olvidado junto con su infancia. La historia estaba cargada de giros argumentales propios del género detectivesco, así como alusiones a un Montevideo distópico, mezcladas con pequeños guiños humorísticos, tal como el hecho de que quien fuera su héroe en la infancia trabaja como pizzero en un bar triste y de mal augurio, o que el propio dueño tuberculoso de ese bar (que solo podría existir en el futuro en el Uruguay decadente) revele en un momento ser licenciado en meteorología. Consistía en un perfecto panfleto llamativo para las nuevas y perdidas generaciones que necesitaban una guía a seguir, y por ese motivo se había vuelto literatura peligrosa en el siglo XXIII: toda posible inspiración a una revuelta popular debía ser evitada cuanto antes.

En mi fuero interno me confesé el deseo de que esta nueva banda lograra su cometido; un espíritu de justiciero me brotaba bajo la gabardina de detective, incluso me sentía inspirado a cuestionarme las normas tras haber releído la simpática historia, ¿usarán los integrantes de esta banda también antifaces y capas, y los calzoncillos por fuera en alusión a los héroes de la infancia?

Cuando levanté la vista sumido en estos pensamientos, me llevé la desagradable sorpresa: frente a mí había un hombre de unos 50 años, con una túnica blanca manchada de salsa de tomate y semicubierta de harina, que miraba fijamente el libro que yo continuaba sosteniendo en mis manos. No tuve la agilidad suficiente para reaccionar; antes de levantarme ya me estaba apuntando con un revólver telequinético que inmovilizaba mis respuestas físicas, mientras todos los individuos del bar se dirigían veloces hacia las puertas y ventanas para cerrarlas. Me pareció notar en el rostro del hombre la marca pálida de un antifaz.

CONTINUARÁ...

 

El texto recitado por Nina:


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