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[Dos cerebros en cubetas] París sin flâneurs

Gisele Amaya Dal Bó y Martín Macias Sorondo




Cada unx encerradx en su casa, relacionándose con el mundo exterior únicamente a través de la computadora. Creyendo. Dudando. ¿No es esto lo más parecido a la distopía de que somos cerebros en cubetas? Esta sección apela a la intersubjetividad, a la estrategia socrática de pensar en diálogo con otrxs. Parte de cierto malestar en relación a la producción filosófica de mayor circulación e invita a amigxs a reaccionar a esta pregunta: ¿qué están pensando, sintiendo y deseando en relación a la filosofía en estos tiempos?





__arreglos_en_general__micro intervenciones en/de la vida cotidiana




Parte 2 - Martín y Gisele

Martín es uruguayo y Gisele, argentina. La Universidad de París 8 (Francia) en la que cursan sus doctorados nació a impulso del 68, es decir, abrazada a la experimentación intelectual, celebratoria de los cruces disciplinarios. En esta nota reflexionan desde el encierro francés, en el país que prácticamente inventó la esfera pública, en donde ardían las calles hace pocos meses y ahora multan a los indigentes por no respetar la cuarentena.



Ellxs: Si París ha sido la ciudad que invita a deambular (ciudad del flâneur, el paseante), el virus y la prohibición actual de caminar sin propósito nos hacen pensar en aquel terremoto que en 1755 [aquí refieren al terremoto que destruyó Lisboa, matando a un tercio de su población y generando un quiebre en el pensamiento de la época], y en tanto irrupción imprevisible, supuso un acontecimiento filosófico que terminó de horadar la confianza en la divinidad. No sabríamos aún decir si esto devendrá acontecimiento, porque este no puede pre-decirse y porque, ante tantas reacciones tempranas y apresuradas, la escena de la pandemia y del encierro (casi) universales parecen ser, ante todo, razones para imponer la generalidad previa de autoría y el concepto firmado. Lo que es claro es que, como en aquel momento filosófico, la pandemia vuelve a mostrar, y con fuerza, las contradicciones de la actualidad. Podemos, entonces, evocar las recientes intervenciones de Slavoj Žižek, Paul Preciado, Jean-Luc Nancy, Giorgio Agamben y tantos más [en múltiples publicaciones, como en la recopilación llamada Sopa de Wuhan; la primera parte de Cerebros en cubetas revisa algunxs de estxs filósofxs]. ¿Propicia acaso para ellos este virus un acontecimiento filosófico? Si este es una ruptura, un desgarramiento en la continuidad histórica y sus lógicas, al menos en lo que concierne a las respuestas de algunos filósofos al Covid-19, parecería ser que no: el virus funciona, al contrario, como confirmación, como suspensión de la singularidad, como negación de la “excepción que confirma la regla”.



El caso de Agamben es quizás el más evidente, pero más que ser un error circunstancial (en la respuesta periodística, rápida, de denuncia preventiva), su afirmación repetida supone cierta falta: si la excepción es la norma, porque el derecho es una ficción conservadora, ¿cómo sostener un llamado al Estado de derecho? ¿Qué es o dónde hubo alguna vez ese Estado de derecho? La distinción entre Estado de derecho y Estado de excepción, si la verdad del derecho es la excepción, se muestra, entonces, fútil. Habría que inventar, quizás, otra perspectiva, que permita ver la excepción del virus, si es que la hubiera, en una línea diferente de la de otras pretendidas excepciones imperantes. Quizás acercarse a otros filósofos que se han mantenido en un cauto silencio, como Rancière; repensar qué puede ser la emancipación en los tiempos del control (epidemiológico) y de un Estado que confirma una vez más su rol policial: repensar un punto de partida que es siempre el mismo (la igualdad), pero en el que difieren sus búsquedas.



Si invocamos la igualdad, puede notarse que la epidemia ha explicitado, al menos en Francia, su ausencia. El problema antes del virus era la huelga [Francia comenzó el 2020 con una de las mayores huelgas de su historia, en respuesta a las reformas de pensiones impulsadas por el presidente Emmanuel Macron], y el paro en las calles era voluntario antes de que se dictara la reclusión de teletrabajo necesaria. La realpolitik, oportunismo sin política, anunciaba que los viejos vivían más y vivían mucho: había que trabajar más (o morirse antes). Un virus después, el sindicato patronal, al igual que funcionarios del gobierno, parecen haber encontrado en la pandemia una afortunada coartada para refundar el mismo enunciado: habrá que trabajar más para recuperar la producción perdida. Macron, por su parte, dice haber aprendido el valor del Estado de bienestar (la receta keynesiana en tiempos de crisis económica) y del sistema de salud que le hizo huelga, por los sucesivos recortes aplicados, un año antes de que estallara la crisis. Pero, entretanto, los ancianos mueren en la trampa de los geriátricos o precarizados por las jubilaciones de miedo, mientras que en las universidades se organizan canastas para distribuir entre los estudiantes, en su mayoría extranjeros, que ante la imposibilidad de acceder a las ayudas estatales, confinados en sus estudios de nueve metros cuadrados, son atacados por la vieja pandemia del hambre.



¿Qué es posible desear, entonces, ante una urgencia que persiste y que parece intensificar y promover la celebración e incluso la servidumbre voluntaria a mecanismos verticales e inmunitarios, aumentando el control (es decir, la receta del poder para los tiempos de globalización y de neoliberalismo que propiciaron las condiciones para la epidemia que ahora se intenta combatir)? Salir a las calles, recuperar la deambulación; dejar este bucle cuyo impulso dice ser la previsión, pero que extiende su dominio a fuerza de lo imprevisible, y un capitalismo que elogia el riesgo, y que luego, ante su llegada, elige salvar a las grandes empresas de la quiebra, abonando una comprensión funcionalista del futuro y cimentando aun la moderna razón instrumental. En fin, lo mismo que hubiéramos podido desear antes de los eventos actuales, sin que la pandemia y el confinamiento en sí representen ninguna innovación más que otra arista de lo intolerable.






Curiosamente, Deleuze hubiera podido pensar la forma-virus como uno de los caminos emancipatorios posibles: fuerza de contagio desterritorializada, volátil y en devenir, reverso de la propia capacidad perversa y creativa de un capitalismo que siempre logra adaptarse. Gran parte de la filosofía (y, recientemente, de la tecnología) se ha pensado como pharmakon (como remedio o veneno, exterioridad), ¿cuál podría ser entonces ese reverso? Suponer que el Covid-19 señala per se este camino sería sobreinterpretar una situación que, como hemos dicho, no es innovadora; pero puede uno detenerse, quizás, en la constatación de que si algo indica este virus es la evidente dimensión global del capitalismo, y también, de sus fragilidades, de su ser siempre demasiado explícito. Y si un simple virus logra detener a medio mundo, es urgente pensar, quizás, de qué otra forma podríamos abocarnos ya no solo a la cura sino al contagio, a protegernos ya no delegando sino comprendiendo la ubicuidad virtual de cada intercambio en la esfera pública que hoy nos es prohibida. Daniel Pennac acuñó la divertida expresión “enfermedad de transmisión textual”: si ante el virus los pronósticos dependerán tanto de la fuerza de los Estados como de la capacidad de inventar otras formas de protegernos por fuera de su esfera, la lección sobre el contagio persiste como potencialidad de cambiar las “curas” ya conocidas y aplicadas hace demasiado tiempo.







***La primera parte de Cerebros en cubetas se puede leer o escuchar aquí.

 


La nota recitada por Gisele y Martín:



 






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