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  • Gonzalo Leitón

Levrero y el cine


Cuando le preguntaban cuáles eran sus influencias literarias, Mario Levrero solía contestar, algo desganado, Franz Kafka, Lewis Carroll, varios escritores de novelas policiales; después agregaba, despegándose de la intención original de la pregunta, la música, la pintura, las mujeres, las hormigas, los amigos, el cine. Le resultaba “irritante y ajeno a la realidad” que los críticos intentaran situarlo en un mapa literario, rodeado únicamente de otros escritores, “como si un fabricante de queso tuviera que comer queso y ninguna otra cosa”.

La literatura de Levrero, en la etapa anterior al giro autobiográfico, es de gran potencia visual y se articula en base a una continua sucesión de imágenes. Esta forma de narrar suele compararse con la estructura de los sueños, y está bien que así sea, pero no hay que dejar de considerar que también puede derivarse de ciertas actividades que precedieron al escritor.

Hacia 1959, Mario Levrero aún era Jorge Varlotta. Vivía en un apartamento de la calle Soriano y en el local comercial de la planta baja del edificio había instalado, junto a su amigo Jorge Califra, la librería Guardia Nueva. Los jóvenes socios (Varlotta tenía tan solo 19 años) administraban con sabiduría el negocio y, al poco tiempo, habían anexado la venta de cuadros, cerámicas y discos.

Paralelamente, Varlotta daba cauce a sus impulsos creativos a través de la fotografía. En una de las habitaciones de su apartamento montó un laboratorio fotográfico con fines comerciales y artísticos; fabricó tarjetas publicitarias, con un diseño muy cuidado (en base a collages con letras recortadas en cartón), en las que ofrecía sus servicios de “fotografía creativa”, tanto para Montevideo como para Piriápolis. A la vez, en enero de 1964, obtuvo el primer premio en un concurso de fotonovelas, con una obra titulada La espera. En una serie de instantáneas tomadas en la Rambla Sur de Montevideo una joven mujer (Carol Moyá, su primera esposa) es retratada desde distintos ángulos y distancias, mientras espera por alguien que, finalmente, nunca llega.

En simultáneo, Varlotta iba desarrollando otra pasión: “Un amigo me enseñó fotografía y al poco tiempo me nació la ambición de hacer cine. Me compré una cámara de 16 milímetros, una moviola, y llegué a filmar tres cortometrajes de comedia muda. Filmaba a cuadro acelerado, con gags. Eran todos de tipo persecutorio”1; era“cine mudo imitando al cine mudo: un revival de la comedia muda norteamericana”2.

Una de las mayores influencias en estos trabajos fue la de su héroe Buster Keaton. La idolatría que le profesaba era tal que le permitía ver sus cortos diez veces seguidas y lo hacía afiliarse a Cinemateca cuando le dedicaban algún ciclo y desafiliarse cuando este finalizaba. Algunos críticos han llegado a comparar las actitudes de algunos de los personajes levrerianos (por ejemplo, el protagonista de La ciudad) con la calma y aceptación casi inhumanas con que Buster Keaton enfrentaba en sus películas las peores situaciones, los desenlaces más inesperados. También sentía gran amor por Laurel & Hardy (el Gordo y el Flaco), y había llegado a soñar con ellos y despertarse feliz.

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De los tres cortometrajes filmados por Varlotta, el primero seguramente date de 1958. Se trataba de una película de terror filmada en Super 8, para la cual se disfrazó de vampiro. El segundo corto se filmó en 1959 y se llamó Persecución diabólica. El guion era de Califra; la dirección y la filmación, de Varlotta. También participaron su primo Alfredo Pocho Varlotta y Carol Moyá. La película surgió en el marco de una campaña para recaudar fondos para el Partido Comunista, al que Varlotta estaba vinculado como miembro de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC).

Un camarada de la UJC, el matemático Roberto Markarian, recuerda el gran interés que Varlotta tenía por el séptimo arte en aquellos años, lo que los llevó a organizar, hacia 1963 o 1964, algunos ciclos de cine. Exhibían películas proporcionadas por las embajadas checoslovaca y canadiense, y repartían pequeños comentarios muy serios sobre cada film, impresos de manera rudimentaria3.

El tercero de los cortometrajes data de 1963 y se titula El Pintor. El personaje principal, un entusiasta artista encarnado por Pocho Varlotta, llegaba en bicicleta a un paisaje campestre, se ponía a pintar un cuadro y era continuamente interrumpido; finalmente, se encerraba en su casa y se ponía a pintar un cuadro abstracto.

En aquel momento, Varlotta pensaba que con esta película estaba haciendo un alegato contra el arte abstracto, pero terminó convirtiéndose en su proyecto de vida: “Exactamente fue lo que hice. Cuando vi la cantidad de dificultades que tenía para hacer cine en un país como Uruguay, me encerré en mí mismo, me puse a escribir, y no salí nunca más de adentro de mí”4.

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Varlotta siguió vinculado al cine como espectador. Entre sus preferencias figuraban los dibujos animados dirigidos por Tex Avery, toda la obra de Andréi Tarkovski (“increible hipnotizador”), las películas de los Beatles (Help! y Yellow Submarine fue a verlas cada vez que se exhibían), Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, La edad de oro, de Buñuel y Dalí (“aunque el resto de lo que hizo Buñuel me hace pensar que Dalí fue el más importante en esta película”), los experimentos visuales de Norman MacLaren (“Me dejó maravillado, pintaba hasta la banda sonora”), mucho de Brian de Palma, Blade Runner, de Ridley Scott, las películas de los hermanos Coen (“Barton Fink la vi tantas veces que perdí la cuenta”).

A pesar de su pasión por el cine, durante muchos años dejó de concurrir a las salas. Hasta que apareció el videocasete vio muy pocas películas; entonces, cometió otro exceso: se pasó tres años viendo dos o tres por día. En su archivo personal se conservan varios talonarios de películas alquiladas en el Foto Centro Video Club, de Colonia del Sacramento, entre 1991 y 19935. Para hacerse una idea de la magnitud de la adicción, alcanza con saber que el 14 de noviembre de 1992 el socio Jorge Varlotta adquirió un nuevo talonario de 50 películas, y que para el 19 de diciembre ya lo había finalizado. Algunas de las pelis alquiladas fueron: Palabras que matan, Los dioses deben estar locos, Tomates verdes fritos, Caminante lunar, Pensamientos mortales, Uno miente, el otro engaña, El cadillac azul, Cabo de miedo, Cuando Harry conoció a Sally, Un hombre lobo americano en Londres, Dos policías al acecho, La prueba del crimen, Corre por tu vida, Bugsy, Un detective suelto en Hollywood II.

Cuenta Helena Corbellini, amiga y colega de Levrero en el taller literario que impartían, que Mario sufría muchísimo la humedad coloniense y llevaba una vida muy sedentaria; prácticamente solo salía de su casa para ir al videoclub: “El televisor estaba ubicado en una habitación especial, la alacena, donde la pantalla se distinguía entre paquetes de fideos y bolsas de harina. Encerrado en aquel sitio, el escritor devoraba una película tras otra”6.

Entre los films que disfrutó en Colonia figuran los trabajos de Ricardo Islas, con quien entabló una amistad a raíz de la admiración que le generaron sus obras; aunque después de ver El hombre-lobo, sentía miedo de andar de noche por el barrio histórico. Es que Levrero tenía una casi nula tolerancia para asimilar la violencia explícita, le generaba un mal incluso físico: “Hay una violencia ‘limpia’ en el cine que me gusta. Soy consumidor de películas clase B y me encantan las persecuciones desenfrenadas y los autos que explotan y saltan por el aire. Probablemente con eso me compenso de mi excesiva quietud. Pero no soporto la crueldad, la sangre, las imágenes de un daño corporal, ni la idea del sufrimiento de un personaje. Para mí es una pesadilla cada vez que aparece una película de Tarantino, porque no puedo renunciar a la magia de su lenguaje, pero sé que voy a tener que pagar el precio de soportar alguna escena de sadismo extremo. Soy de los que se tapan los ojos con las manos y espían entre los dedos”7.

La adicción que sufrió Varlotta a inicios de los 90 se le curó repentinamente después de ver dos películas de Sam Raimi: La fiesta del crimen (Crimewave, 1986) y Noche alucinante (Evil Dead II, 1987); entonces resolvió que ya nunca podría ver algo mejor y dejó el cine: “No es que no reconozca que hay muchas cosas mejores artísticamente, pero estas películas apuntaban a mi sensibilidad, a mi sentido del humor y a mi percepción de las cosas”8.

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Rodaje de El Pintor.

Fue por aquellos años que el cineasta Varlotta volvió a rodar. En marzo del 91, junto a sus amigos Eduardo Abel Gimenez y Elvio Gandolfo, filmó Alea jacta est (locución latina que significa "la suerte está echada", pero ellos traducen como "la jalea está hecha"). En este tenebroso corto policial un niño indefenso (Juan Ignacio Fernández, hijastro de Varlotta) es perseguido por oscuras calles, y finalmente ultimado por un siniestro asesino (Varlotta). Un detective (Gandolfo) sigue la pista y da caza al inmundo criminal.

Alea jacta est fue el último de los cortometrajes en los que Jorge Varlotta participó; no fue rodado con la intención de exhibirlo públicamente, más bien como divertimento para los participantes. En cambio, El Pintor —el corto de 1963— sí fue exhibido, si bien no para el gran público, al menos para un grupo de amigos: “Pocas veces en mi vida sudé tanto, porque pasaban las escenas cómicas y nadie se reía. Fue un fracaso total. El montaje, según me di cuenta, estaba fuera de ritmo; los fragmentos de película eran muy largos. Empecé a cortar y cortar, y de 20 minutos quedaron 10. Pero ahí funcionó perfectamente”9.

La cinta original de El Pintor pasó por varias manos; en algún momento fue pasada a video, luego quedó olvidada. A fines de los 90, le avisaron a su autor que el film había aparecido. Varlotta quedó en ir a buscarlo, pero nunca lo hizo. Afortunadamente, la película no se perdió: hace pocos semanas el cineasta Maximiliano Contenti dio con ella en la ciudad de Piriápolis.

Este jueves 7 de diciembre El Pintor se exhibirá por primera vez al público. Como antesala se proyectará Alea jacta est. La cita es en Giallo Cinecafé (Yaro 862, Montevideo) a las 19.30.

 

Notas

1 Entrevista de Carlos María Domínguez, en Brecha, Montevideo, 12 de mayo de 1989, p. 22.

2 En suplemento Sin Bronce de Brecha. Especial Mario Levrero. 17 de noviembre de 1995.

3 Montoya Juárez, J, Mario Levrero para armar. Jorge Varlotta y el libertinaje imaginativo. Montevideo: Trilce, 2013, p. 28.

4 Ibíd.

5 Conservado en la Sección Archivo y Documentación del Instituto de Letras (SADIL), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.

6 En suplemento Sin Bronce de Brecha. Especial Mario Levrero. 17 de noviembre de 1995.

7 En Brecha, 19 de junio de 1998.

8 En suplemento Sin Bronce de Brecha. Especial Mario Levrero. 17 de noviembre de 1995.

9 Entrevista realizada por la revista La Idea Fija, N° 2, setiembre de 2000.

 

La nota recitada por Gonzalo:


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