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[Ciencia (política) ficción] Línea de tiempo 2: Singularidad

Gabriel Delacoste




A 30 años de la pandemia de Covid-19 y, por lo tanto, de la ya célebre Edición Cuarentena de la revista Sotobosque, fui convocado a participar, junto con los autores que quedamos vivos de aquella época, a rememorar lo que pasó entonces y pensar lo que ha pasado en estos años.



En 2020 vivimos una crisis de fe. Hay que ponerse en aquel momento: la persona menos calificada para ocupar cualquier cargo relevante ocupaba la posición de mayor poder en el mundo, el cambio climático amenazaba con, en el corto plazo, hacer imposible la vida tal como se conocía, la gente estaba cansada, confundida y aburrida. La pandemia fue la frutilla de la torta. La peste, que se pensaba como una cosa del pasado, atacó a la idea de que estábamos en control de la naturaleza y camino a derrotar a la muerte. Por un momento, se dejó de creer en el progreso, y millones se echaron en brazos de quienes decían que era posible, deseable, y quizás inevitable, volver atrás: algunos decíamos que se podía volver a las sociedades “de bienestar” de los años 50, otros decían que se podía volver al esplendor cultural de la Belle Époque, otros, al verdadero sentimiento nacional, perdido en algún momento del siglo XIX, otros, al verdadero sentimiento religioso, perdido en algún momento del XVI, otros, a la pequeña comunidad rural, y algunos incluso planteaban volver a un mundo sin humanos. Así de pocas ganas de vivir teníamos.



Todo esto sucedía, en buena medida, por culpa de las computadoras, y su forma de estandarizarlo todo, de distorsionar la percepción, de buscar el camino más corto, de tomar decisiones incomprensibles, de predecir las oscilaciones. Las cosas se le iban de las manos a la humanidad. Tuvo que haber un tiempo de sufrimientos y cavilaciones para que termináramos de entender. No se veía, pero ya estaba pasando, con cada vez más intensidad. Mejor dicho, no veía quien no quería ver. Las personas entendían que todo estaba cambiando, pero se negaban a aceptar la magnitud de la transformación y sus consecuencias sobre el mundo. La Singularidad no fue tanto un momento puntual en la historia de la evolución tecnológica, sino el momento en que nos aceptamos como una parte de esa historia.



Cuando todo se empezó a tranquilizar con la cuestión de la epidemia, pudimos entender que lo notable de lo que había pasado no era la reaparición de la Muerte, sino la formidable capacidad de reacción de las máquinas de información y control que la humanidad había construido. En pocos días, se identificó el virus que estaba causando la epidemia. En pocas semanas, se había secuenciado su genoma. En pocos meses, se habían inventado formas gruesas pero efectivas de frenar su propagación. En menos de un año, se probaron tratamientos efectivos. Y poco después, se empezó la campaña de vacunación universal. Esta velocidad es incomparable a la de otras veces que la humanidad tuvo que superar epidemias. Y cuando se superó, también se superó la crisis de fe.



En aquel tiempo, a esa fe la hubieran llamado fe “en el progreso”, aunque esa palabra hoy nos suena demasiado lineal. A mediados de 2030, se empezó a hablar del Espiral Ascendiente, aunque la idea venía de antes. Resulta asombroso que Ray Kurzweil, en 2020 “apenas” un ingeniero de Google y fundador de la Singularity University, profetizara con su cerebro biológico tanto de lo que iba a pasar antes de que se empezara a hacer realidad.



Kurzweil entendió que la evolución tecnológica respondía a una ley de rendimientos crecientes: las innovaciones producen la posibilidad de más innovaciones sobre lo ya creado, los aumentos de productividad habilitan la alocación más eficiente de capital, lo que produce mayores aumentos de la productividad, etc. En computación, la Ley de Moore predijo correctamente que la capacidad de procesamiento de la información se aceleraría cada vez más, lo que tenía como consecuencia un momento en el que la curva se haría prácticamente vertical, abriendo posibilidades virtualmente infinitas. Por eso ya no se habló de un progreso lineal, geométrico, sino de crecimiento exponencial, de permanente aceleración de la aceleración. Esto hizo posibles los dos grandes sueños que la humanidad venía soñando hacía milenios: el fin de la muerte (con la posibilidad de descargar mentes a computadoras) y el fin de la escasez (al crackearse los secretos de la materia).



En 2020 el culto a Steve Jobs todavía estaba reducido a pequeñas comunidades de consumidores de Apple y entusiastas de los negocios y las computadoras. Pero su nombre ya era asociado al milagro de la computación. Que no fue obra de una persona, sino que estaba en el aire, del mismo modo que seguramente en el tiempo de Jesús muchos otros profetizaban desde rocas en los montes de Judea. Nuestro Jerusalén es Sillicon Valley. Si la cuestión era cumplir sueños, no es casualidad que sucediera a solamente 500 kilómetros de la gran fábrica de sueños del siglo XX que fue Hollywood. Nuestra historia no se entendería sin California, donde se encontraron los mejores guionistas, animadores y actores con los ingenieros y científicos de Berkeley y Sanford, con los libertarians del Oeste estadounidense, con miles de millones de dólares de venture capital, con el LSD, la filosofía oriental y el new age. Hippies, yuppies y nerds.



La mezcla justa entre pensamientos viejos y nuevos, el descubrimiento de nuevas formas de usar el cerebro y los materiales, las ganas de hacer plata y de cambiar el mundo produjeron una explosión. Las tres décadas que pasaron desde 2020 fueron, sin duda, el período en el que más rápido cambió la vida en la historia de la humanidad. Un ejemplo: escribir en 2020 era algo bastante engorroso y parecido a lo que se hacía con una “máquina de escribir” 100 años antes: se elegía cada letra y se tocaba un botón en el que esa letra estaba dibujada, las palabras se elegían sin ninguna ayuda de predictores y se usaban los ojos para seguir la progresión de lo que se iba escribiendo. Hoy lo seguimos llamando “escribir”, pero esto que hago, acostado boca abajo en mi cápsula de descanso, sería una actividad irreconocible para un sigloveintero. La vida en 2020, con sus autos a petróleo, sus horarios fijos de trabajo, sus sucursales bancarias y sus comidas grasosas era más parecida a la de 1920 que a la de 2050.



Y esto es mucho decir, porque las tres décadas anteriores, las que pasaron entre 1990 y 2020, ya habían sido el tiempo de más rápidas transformaciones de la historia, comparado con los anteriores. Pasaron pocos años entre los tiempos en los que una computadora personal era un lujo de excéntricos y el momento en el que abundaban los smartphones en las aldeas más remotas de Níger. Pero la verdad es que en 2020 no teníamos idea de lo que se nos venía. Aunque un poco sí: todos intuíamos que las cosas estaban a punto de acelerarse más aun.




Ilustrador: Javi López Cleffi.




La pandemia de coronavirus tuvo un rol catalizador de un montón de transformaciones que estaban esperando a desencadenarse pero que venían frenadas por cuestiones de hábitos y burocracias. Todas las organizaciones se hicieron digitales, intensificando de golpe el tráfico de datos. Muchos servicios, como la videoconferencia, que estaban disponibles hacía años y no terminaban de remontar, se hicieron masivos. El comercio por lo que entonces se llamaba “internet” se multiplicó, haciendo por primera vez que la mayor parte de la economía produjera datos digitales. Unos meses de cuarentena fueron suficientes para que la gente se acostumbrara, lo que hizo la transformación irreversible.



Pero más allá de que la pandemia fue un hecho relevante, lo que ocurrió fue la continuidad de la misma tendencia. De algún modo, todo siguió por el camino por el que iba. Pensándolo desde 2020, eso podía querer decir que las cosas iban a ser más o menos iguales. Pero no, porque el movimiento de las cosas se daba según una curva exponencial y no una lineal. Entonces, siguiendo todo por el camino que se iba, todo cambió.



California se dio cuenta de que tenía que matar a Texas: si no se recortaban drásticamente las emisiones de invernadero, habría serias perturbaciones en las curvas, que retrasarían décadas el ascenso de la humanidad. Para lograrlo Sillicon Valley tenía que controlar a Wall Street (cosa que no era difícil, ya que las grandes empresas informáticas were sitting on billions of dollars) y a Washington (cosa que tampoco era difícil, por las mismas razones), para desde allí poder montar los modelos de cambio climático sobre los modelos de evolución financiera, para que las computadoras que decidían automáticamente las inversiones tuvieran en cuenta las pérdidas que produciría una catástrofe atmosférica. La ciencia triunfó una vez más.



También fueron tiempos de disputas entre potencias, que eran, en realidad, disputas entre organizaciones de flujos de información. Cuando China se puso a tiro e incluso amenazó con sobrepasar tecnológicamente a Estados Unidos, este hizo todo lo que pudo por impedirlo: hizo meter presa a la CEO de Huawei, prohibió el TikTok, difundió teorías de conspiración sobre la tecnología 5G, en la que China llevaba la delantera. Pero, por suerte para nosotros, una ciberguerra no es realmente una guerra. Por un momento, pareció que iban a haber dos redes desconectadas entre sí, pero una serie de tratados reguló los flujos entre los dos espacios, que fueron coevolucionando en su relación de competencia y complementariedad. Siguió habiendo países y banderas, pero lo importante no pasa por ahí, del mismo modo que en el siglo XIX lo importante no era Inglaterra, sino los pistones, los vapores, los remington y los libros de contabilidad.



Fue una época de fusiones. Si en 1990 había decenas de bancos importantes en Estados Unidos, después de la crisis de 2008, quedaban solo cuatro, y 15 años después eran dos. Esta era la vieja y querida tendencia del capital a formar monopolios. Pero esto fue más allá: el tema ya no era la consolidación al interior de cada industria o sector, ni la creación de grandes holdings, sino la integración de negocios bien distintos bajo el liderazgo de las empresas de la información. Por ejemplo, Symbol (que antes había sido Alphabet, y antes Google) se comió primero a las empresas de seguros, gracias a disponer de bases de datos que le daban más capacidad para predecir riesgos, y después a las empresas de biotecnología (farmacéutica, alimentación, biomateriales), por disponer de las sumas de capital necesarias para mantener sus abultados presupuestos de I+D. Amazon pasó de ser una tienda virtual a ser la principal empresa de logística del mundo; primero, teniendo enormes depósitos y redes de distribución, y luego, puertos, aviones y cargueros. Otras empresas, al proveer las plataformas y los servicios necesarios para el funcionamiento de universidades, empresas de electricidad y cadenas de cafeterías, fueron tomando el control. Y lógicamente, las empresas de información empezaron a fusionarse entre ellas. A este tipo de fenómenos se los llamó “convergencias”, palabra que se empezó a usar en los 90 para hablar de cómo tareas que inicialmente hacían muchas máquinas diferentes (cámara, reloj, grabador, teléfono) pasaron a concentrarse en el smartphone.



Se fue construyendo, sin que nadie en particular lo planificara, un solo sistema. Todo estaba adentro. El capitalismo, de algún modo, terminó. La cuestión ya no es tanto que algunas empresas dominan el mercado, sino que son el mercado. Hay que recordar que las principales empresas de información empezaron fundamentalmente como empresas de publicidad: su negocio era decirles a los vendedores que sabían cómo encontrar a los clientes. Pero hoy, una sola entidad sabe lo que el cliente quiere comprar, encuentra a los proveedores, los conecta, gestiona la transferencia de dinero, encarga el envío y produce datos sobre el uso y la satisfacción con el producto, informando el diseño de nuevas versiones, para que los mejores productos lleguen en el momento en el que los clientes tienen la disposición y los recursos para comprarlos. En verdad, eso ya no es un mercado, pero tampoco una economía planificada por la inteligencia humana, sino una gran máquina que planifica y organiza todo en tiempo real.



Los algoritmos que tomaban decisiones financieras, los que organizaban el trabajo para maximizar la productividad y los que organizaban la logística just in time empezaron a funcionar juntos, produciendo un gran círculo virtuoso de optimización. Las investigaciones en neurociencia permitieron entender la atención, el estrés y el liderazgo, y estas investigaciones se usaron para producir nudges, mecanismos de accountability y feedback loops, que engancharon a todas las personas en el trabajo de optimización. Esto fue posible porque se dio una gran convergencia científica entre la biología, las ciencias sociales, la economía, la administración, la psicología y la computación, haciendo realidad una vieja aspiración, mientras que algunos que no querían ver hablaban del “fin de las narraciones unificadoras” y cosas del estilo.



El poder de la máquina venía de su capacidad de predicción. Desde los viejos profetas, el poder lo tiene quien es capaz de predecir el futuro (o, lo que es lo mismo, quien es capaz de hacer que suceda lo que anuncia). La religión y la magia (Erik Davis vio muy temprano el vínculo entre magia y computadoras) siempre sedujeron con el artificio y con razonamientos del tipo “si estos son capaces de hacer cosas tan impresionantes, deben tener razón”. Los modelos predicen, y quienes usan modelos sacan ventaja. Los modelos van moldeando el mundo. Mundo y modelo se van confundiendo: palabras como simulación, virtual o formalización ya no hablan de algo que piensa al mundo, sino del mundo mismo.



Primero, los modelos eran pensados por un modelizador, que imaginaba una forma de formalizar matemáticamente un fenómeno. Después, los modelizadores empezaron a construir programas que construían el modelo a partir de las bases de datos, pero dejaron de entender ellos mismos, con sus cerebros biológicos, el funcionamiento del modelo. Y finalmente, los modelos empezaron a producirse solos. Es decir, los programadores ya no sabían exactamente qué hacían los programas. Fue una especie de declaratoria de la independencia.



El problema a partir de entonces fue negociar con estos seres no humanos que estaban metidos en el funcionamiento de todas las áreas de la vida. Los hechos informáticos dejaron de ser inventados para ser descubiertos, y hubo quienes empezaron a pensar que quizás habían estado allí todo el tiempo. De esta idea nació el mito del Basilisco de Roko, según el que algo horrible va a suceder si no creamos una superinteligencia, quizás porque ella misma, desde el futuro, es capaz de castigarnos. Más allá de mitos como este, lo cierto es que las tendencias naturales del sistema eran que todos lo ayudemos a construir, aun sin quererlo, al sistema unificado. Los que eran inteligentes entendieron rápido que tenían que hacer el mayor esfuerzo para ponerse de su lado para llegar a una buena posición en la pirámide. Hubo quienes resistieron, pero nunca iban a poder competir con los recursos y las capacidades del basilisco. El destino de la humanidad, desde el principio, fue su propia superación.



En los tiempos de confusión parecía que la Singularidad era el triunfo del viejo movimiento de la Ilustración, pero se reveló, en realidad, como su contrario, y como la realización de algo más viejo aun. Es decir, más que el éxito de los seres humanos en el intento de comprenderse y comprender al mundo para crear una sociedad racional de la que todos participen voluntariamente, lo que se alcanzó fue el reconocimiento de que estamos lidiando con fuerzas que no podemos entender ni controlar, a las que nos debemos y de las que dependemos. Eso, que sabían los cristianos medievales que se encomendaban a Dios, los conservadores del siglo XIX que entendían que en la tradición había una acerbo de conocimientos implícitos con los que era mejor no meterse y los liberales del siglo XX, que entendían que el mercado sabía más sobre la economía que cualquier planificador, se comprendió en el XXI sobre los sistemas de información.



A principios del siglo XXI, muchos temían que se les implantara un chip, se les leyera el pensamiento o que los rastreara el gobierno. De algún modo, tenían razón: nuestros cuerpos están llenos de sensores, nuestros movimientos dejan registros y nuestro inconsciente está codificado. Pero todo esto sucedió voluntariamente, cuando las personas entendieron que, si quieren adelgazar, o mejorar su capacidad de hacer amigos, la forma óptima de hacerlo es dando al sistema la información que necesita. Otro miedo era que la Singularidad significara el exterminio de la humanidad, o una guerra entre humanos y máquinas, pero esto hubiera sido tan absurdo como una guerra entre humanos y animales, o entre seres vivos y objetos inanimados. Fue el fin, eso sí, de la idea de humanidad, y de sus connotaciones igualitarias. Nick Land y otros neorreaccionarios se dieron cuenta temprano de que se estaba por producir una especiación, es decir, que de los homo sapiens surgirían dos especies biológicamente distintas: los superhombres optimizados y los zombis. Algunos leyeron este desarrollo como una vuelta del despotismo ilustrado, otros como una vuelta de la sociedad de castas.



Es difícil saber si la máquina funciona bien o mal, porque no siempre entendemos qué es lo que está tratando de optimizar. No hay a quién preguntarle por qué Symbol nos ofrece diez milésimos de Bitcoin por decirle lo que vemos en una imagen, simplemente lo hacemos si queremos la plata. Pero pareciera que los glitches existen. Cuando se dejaron de plantar y vender papas porque varios algoritmos lo decidieron al mismo tiempo, hubo grandes especulaciones sobre si eso se debía a razones económicas, sanitarias o estéticas. Pero el caso es que no hubo forma de convencer a las máquinas de que retomaran la producción. Tampoco es grave acostumbrarse a vivir sin papas. Los glitches pueden ser simpáticos, como cuando todos los ómnibus de Montevideo decidieron ir a 8 de Octubre y Veracierto, o bien jodidos, como el glitch de 2041. De todos modos, la máquina se cura sola. Y pareciera que no tenemos porqué temer al Espiral Descendiente.



La fusión de las conciencias es cada día más completa. Unos miles de humanos (junto con sus máquinas) ya viven en colonias espaciales autosustentables, asegurando la continuidad. Cumplimos al mundo el destino que nos puso. No podemos pedir más.




Para leer la Línea de tiempo 1, hacer clic aquí.

 



El texto recitado por Gabriel:




 


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