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[Ciencia (política) ficción] Línea de tiempo 1: Inercia

Gabriel Delacoste






A 30 años de la primera pandemia de Covid-19 y, por lo tanto, de la ya célebre Edición Cuarentena de la revista Sotobosque, fui convocado a participar, junto con los autores que quedamos vivos de aquella edición, a rememorar lo que pasó entonces y pensar lo que ha pasado en estos años.



2020 fue un buen año para inventar especulaciones delirantes de lo que podía pasar en el mundo. Aun las personas de temperamento más tranquilo consideraron seriamente, aunque no lo dijeran, algún tipo de escenario apocalíptico, incluso en el corto plazo. Las fantasías de cambio radical, tanto en círculos intelectuales como populares, podían agruparse en tres grandes ideas: el colapso, es decir, que la civilización moderna se vendría abajo, seguida por un mundo más rústico; la singularidad, es decir, que las máquinas se transformarían en el sujeto de la historia, dejando atrás a los seres humanos y construyendo una sociedad (si se la puede llamar así) totalmente nueva; y la revolución, la vieja idea de que la crisis traería una vida más colectiva, mejor organizada, más sustantiva, en fin, mejor.



Con el tiempo fue quedando claro que la idea de singularidad era poco más que una jugada de marketing grandilocuente de las grandes empresas informáticas, y que si bien muchas cosas podrían colapsar, las demás podrían adaptarse. Hoy resultan simpáticas las ganas que la gente de principios de siglo tenía de creerse la ciencia ficción.



En los primeros meses de la pandemia parecía que todo iba a cambiar. No fue para tanto. No es que la cosa en aquel momento no estuviera bien jodida, la pasamos mal. El encierro fue enloquecedor. El desempleo batió todos los récords. Millones murieron por la epidemia y cientos de millones cayeron en la pobreza. No hubo un solo país del mundo que se salvara del sacudón.



En abril de 2020, mientras que el virus desplazaba su epicentro de China a Europa, las bolsas de valores vieron sus peores caídas en décadas. Las grandes empresas del mundo se tambalearon, la cadena de pagos a nivel europeo y mundial estuvo en duda y todos sabían que nadie iba a poder pagar sus deudas. Hubo un primer intento de suspender las medidas contra el virus para salvar a la economía, liderado por el gobierno conservador de Gran Bretaña, pero no fue posible sostenerlo frente a la acumulación de los muertos. Se supo en seguida que se había desatado la primera recesión realmente global desde el inicio de la historia del capitalismo. Los líderes políticos, empresariales y militares del mundo entendieron rápido que si la cosa se dejaba correr, se iba a salir de control.




Javi López Cleffi



La encargada de apagar el incendio fue la Reserva Federal de Estados Unidos: imprimió dólares furiosamente y compró todo tipo de deudas. Apostó a que en una crisis todo el mundo quiere dólares, y le salió bien. Los dólares fluyeron del Estado estadounidense al sistema financiero. Y de allí a las grandes empresas. Cuando estas tuvieron su futuro asegurado, las bolsas de valores se calmaron: los que querían asegurar su plata recibieron el mensaje de que no se iba a dejar caer a los peces gordos, e invirtieron, sabiendo que los dólares iban a volver, aunque las empresas no vendieran nada. Las gráficas empezaron a subir, los mercados estaban contentos. Muchos pensaban que se trataba de una recuperación pasajera, que no se podían resolver los problemas de la economía real simplemente imprimiendo plata. Pero imprimir plata, en el fondo, era decir que la máquina financiera y militar estadounidense iba a hacer lo que tenía que hacer para mantener el sistema andando, cueste lo que cueste. La cuestión, en realidad, es bastante sencilla: la pelea entre Sillicon Valley (los demócratas, progresistas) y la industria del petróleo (los republicanos, conservadores) producía inestabilidad, pero no tanta para que los financistas de Nueva York y los políticos y militares de Washington no pudieran poner orden. Esa es la historia de cómo se salvó el capitalismo.



Los expertos más optimistas anunciaron desde el principio una “recuperación con forma de V”, es decir, que después de un desplome fulminante vendría una recuperación igual de rápida. No importaba el tamaño de las desgracias que pasaran, siempre había en la tele alguien diciendo que en poco tiempo todo iba a estar bien. Eventualmente, el crecimiento llegó. Los sueldos tardaron un par de décadas en llegar al nivel anterior a la crisis, pero no deja de ser cierto que, aunque despacito, pasado lo peor de la crisis, subían. Las grandes empresas, incapaces de fundirse mientras los dólares siguieran llegando desde arriba, se comieron a las chicas, que no tenían espalda para bancar meses sin ventas. Así se fundieron unos cuantos millones de empresas. Pero las máquinas seguían allí, el conocimiento seguía allí, los trabajadores seguían allí. Después de una profunda recesión (se discutió largamente si fue técnicamente una “depresión”), llegó la reactivación, aprovechando y reorganizando al trabajo y al capital ociosos de formas más eficientes. La mano invisible lo hizo de nuevo.



En el medio, a muchos les faltó la plata. Sobre todo, a los Estados y a la gente común. Tuvieron que pedir prestado a quienes sí tenían dólares. Todos sabían que esas deudas nunca se iban a poder pagar, pero justamente de eso se trataba. Los tenedores de deuda pudieron dictarles a los Estados y a las personas, incluso más que antes, lo que debían hacer. Algunas empresas se hicieron muy poderosas asesorando a unos y otros, la más famosa entre ellas, Black Rock, que llegó a ser un gigante con un rol parecido al que el Fondo Monetario Internacional tenía en la segunda mitad del siglo XX. Aunque había entre la gente una sensación general de que las cosas estaban muy mal, Pinker, aun anciano, se las seguía ingeniando para que las gráficas le siguieran subiendo. Es muy difícil discutir contra una gráfica que sube.



Se dijo mucho, durante los años 2020, que “el capitalismo no funciona”, o que había “fracasado”. Lo que querían decir los que decían eso era que el capitalismo es incapaz de dar a la gente una buena vida. Pero no entendían o no querían admitir que el capital nunca quiso darle una buena vida a nadie. Él solo quería acumularse. Y no necesitaba que nadie lo quisiera ni lo aceptara, apenas necesitaba que la gente que no tenía para comer hiciera lo que les decían los que tienen plata.



El coronavirus mató a algunos millones. Nunca se supo el número exacto. Cuando la cosa llegó a África, se dejó de contar. El efecto más duradero de la epidemia fue que todo se cubrió de plástico, y que se vendió mucho desinfectante. Después de unas rondas de locura mediática, se empezó a entender que los muertos eran parte del paisaje. Lo importante, en todo caso, era que el virus no pasara las fronteras. Se ajustaron los controles entre los países y entre los barrios. Cada policía y guardia de seguridad llevaba, al lado de su arma, un termómetro infrarrojo. Cada país creó, bien cerca de la oficina del jefe de gobierno, una oficina de contact-tracing, que primero se usó para fines médicos, pero rápidamente se encontraron muchos otros. A mediados de 2021 apareció un tratamiento efectivo. Se distribuyó primero entre los europeos y los blancos de Estados Unidos. Asia ya estaba bastante bien organizada. El resto tuvo que resignarse y esperar. La nueva normalidad fue parecida a la vieja. En todo caso, todos respiramos aliviados cuando lo peor pasó, y agradecimos que se asentara una normalidad, cualquier normalidad.



Mientras que algunos fantaseábamos con el fin del capitalismo, los expertos en crisis se ponían a trabajar. Los expertos en expertos en crisis avisaron. Philip Mirowsky fue el primero en darse cuenta de lo que estaba pasando, pero pocos se enteraron. Fue una buena oportunidad para que los parlamentos, asesorados por los think tanks de siempre, aprobaran “paquetes de salvataje” para las grandes empresas. Las cuarentenas vinieron muy bien para implantar la “educación a distancia”, que permitió vender los edificios de liceos y universidades. El mercado de la educación atrajo muchas inversiones. Fue también el momento bisagra para la telemedicina. Ver un médico en persona se transformó en un lujo. Donde el teletrabajo ahorraba plata a las empresas, se impuso, donde reducía la productividad, se revirtió, aun si había peligro de contagio para los trabajadores. Estos quedaron cada vez más dispersos y solitarios. Cuando las cosas se estabilizaron, quedaban básicamente dos trabajos: el de operador de máquinas digitales y el de servidumbre a los ricos. La vigilancia se hizo más generalizada y más barata, y era posible dispersar rápido cualquier cosa rara. La apertura y el cierre de las cuarentenas fueron cuidadosamente calibradas para ahogar las protestas y darle aire a la economía.



El “fin del neoliberalismo” que tantas veces se anunció también fue un espejismo. Los bienes y los capitales siguieron circulando. Las personas (pobres) ya no. El ala conservadora y nacionalista del neoliberalismo se impuso sobre el ala progresista y universalista. Pero esto no fue, tampoco, el tan esperado “fin de la globalización”. Quienes pensaban que eso podía pasar tenían sus razones: por unos años, en el fondo de la crisis, algunos países nacionalizaron empresas que daban pérdidas, hicieron sustitución de importaciones para paliar la caída del comercio mundial y tomaron el control de algunas industrias que podían ser necesarias para preparaciones de guerra. Y guerras no faltaron (acá en America del Sur lo sabemos bien), pero las principales cadenas de logística y centros financieros siguieron operando sin contratiempos.






El ascenso de los nacionalismos significó más racismo, más fanatismo religioso (cristiano, musulmán, judío o hinduista, según el caso), más policía. Mientras tanto, la propaganda oficial repetía que “estamos juntos en esto”. Siguieron habiendo, en muchos países, partidos, elecciones y programas de debate en la televisión. La disputa era entre una elite tecnocrática, liberal y progresista que administraba las cuarentenas y una ultraderecha contestataria que denunciaba al globalismo. El oscurantismo capitalista, del que Arabia Saudí, Israel, el movimiento conservador estadounidense y el Hindutva habían sido pioneros, conquistó el mundo.



Antes de la pandemia, todavía había quienes respetaban a los medios de comunicación entonces llamados “serios” o “independientes”, y creían que los expertos decían las cosas como eran y que los gobiernos hacían básicamente lo que había que hacer. Todavía nos parecía raro internet, su velocidad y su tendencia a lo estridente. Éramos tan inocentes que nos reíamos de los loquitos que hablaban de “ideología de género”, “marxismo cultural” y “elites cosmopolitas”, hasta que empezaron los pogroms. Las guerras informacionales, hackeos y filtraciones permanentes, la fruta y los videos adulterados hicieron que un día dejáramos de intentar entender. En algún sentido, fue un alivio. Hoy es ridículo (y ya lo era entonces) pensar que por ser un “ciudadano” se pueda aspirar a tener alguna idea de lo que están haciendo allá arriba. Nos enteramos, en todo caso, cuando se llena de drones.



El sacudón de la crisis fue grande, pero la inercia fue mayor aún, imposible de descarrilar. Las cosas siguieron yendo en la dirección en la que venían desde los 70 del siglo XX. Algunas de las cosas que surgieron en la crisis fueron redireccionadas en la medida en que contribuían a ir en esa dirección. Las que no podían ser redireccionadas fueron neutralizadas con herramientas monetarias, biológicas, informacionales o policiales. Y las que no podían ser neutralizadas, se esperó que pasaran y se trabajó para que se olvidaran. Podría decirse que el sistema funcionó: los circuit breakers de Wall Street, la deuda pública para absorber deudas privadas, las policías militarizadas, la propaganda personalizada, todas cumplieron función de forma estelar.



Hubo algún chispazo, alguna cañita voladora de rebelión. Unos cuantos momentos de esperanza, contraataques locales, críticas agudas. Pero quedaron en eso. La izquierda, cada vez más defensiva después de cada derrota, se empezó a hundir en una espiral de autodestrucción. Alguna vez, lo que quedaba de la izquierda electoral ganaba una elección, y debía elegir: o hacía lo que los inversores querían, o estos sumían al país en el caos. Normalmente, elegían lo primero. El ciclo revolucionario que se abrió a finales del siglo XVIII y tuvo su auge en los años 60 del siglo XX se cerró con las protestas de los negros estadounidenses de junio de 2020.






No es que las cosas dejaron de cambiar. La revolución tecnológica se hizo todavía más increíble de lo que ya era. Pero uno se acostumbra a la maravilla de que un drone traiga cada día los víveres y el correo a la puerta de casa. La tecnología cambió todo, como dice el viejo lema conservador, para que nada cambie. Se terminó el optimismo de los 90 del siglo XX, que decía que las máquinas iban a hacer nuestra vida mejor. Aunque las cosas, de algún modo, funcionaban mejor.



La vida tampoco fue mala para todo el mundo. Algunas cosas, incluso, fueron más cómodas para, digamos, 5% de la humanidad que puede pagar, y quizás también para 15% que puede comprar en cuotas. Es cierto que todo se hizo más apurado y más estresante. Los viejos extrañamos las horas de no hacer nada (es increíble lo poco que se trabajaba antes), y también a las multitudes. Por suerte, existen tratamientos efectivos contra los ataques de pánico y la paranoia. Y no hay más dentistas. En fin. ¿El otro 80%? Convengamos que nunca estuvo muy bien. Los cinturones de pobreza de las ciudades crecieron. La desesperación también, pero era la misma desesperación de siempre.



En un momento, se dejó de hablar de cambio climático. No porque no fuera real, sino porque el daño ya estaba hecho. El mar inundó las costas, los huracanes prosperaron y nacieron nuevos desiertos. Enormes movimientos migratorios fueron rechazados por ejércitos mercenarios. Creo que fue entonces que empecé a darme cuenta de la presencia de una violencia permanente, de baja intensidad. Las elites se construyeron corrales en las colinas del interior, donde plantaron viñedos y se rodearon de sirvientes y de seguridad privada armada con metralletas. No necesitaban nada del afuera o, mejor dicho, aunque todo lo que necesitaran viniera de afuera, no tenían por qué verlo.



Cuando la epidemia fue finalmente controlada, se hicieron grandes campañas publicitarias con un relato heroico de la victoria de la humanidad contra su último enemigo. Nadie se lo creyó, pero todos fuimos a las fiestas. Nunca se tocó fondo. No se rompió la piola. No hubo umbral ni reversión. Todo podía adaptarse mejor de lo que pensábamos. Hasta era aburrido, y se pasaba bien. Las catástrofes que esperábamos sucedieron, pero la vida siguió, tenía que seguir. No fue para tanto, y acá estamos. Años riéndonos de Fukuyama para que al final no haya colapso, ni singularidad, ni revolución. Fin de la historia.



Continuará...





 



El texto recitado por Gabriel:




 




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