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  • Francisco Álvez Francese / Gastón Haro

​13. La voz en el desierto


Sobre la “Oda decimosexta” de Orfila Bardesio (Dieciséis odas y una canción, 2005)

Caen cosas sobre la página, se despliegan como mapas, se encuentran en un frenesí apocalíptico. ¿Se conocen? Se ven así, desplegadas las cosas en la enumeración, como dentro de un saco inmenso que se eleva al infinito. Son la oración de todo, las cuentas de un rosario eterno de materiales múltiples: metales preciosos, jade, maderas aromáticas, plástico. Van pasando por la voz de la poeta que busca ocultarse tras el hechizo de sus versos, porque el peso de su exactitud la deja exhausta y a la vez parece liberarla, abrirla a las posibilidades celestiales. Esas palabras que se juntan son por eso como pases mágicos y abren las discretas puertas de ultratumba a una opaca luz de muerte. Están los ritmos del dinero, está el sexo que se esconde en recargadas metáforas de antiguos dioses, está esa lengua que decimos con impostada gesticulación primitiva, la escritura que una mano de ceniza va fijando en el aire. Está el dolor y el placer del dolor, el vértigo de la ascensión, la sequedad, la dispersión, el eco putrefacto de la cámara de tortura. No hay razón, solo la oscuridad circundante, la solitaria madrugada de la sombra sobre la sombra. Y Dios no nos habla: no hay zarza ardiente; hay un cuervo nada más y sabemos lo que dice, lo que repite en la noche plutónica. Todo se consume y se enferma, todo se condensa en tristes ausencias, en muertes sucesivas, perdidas en los lenguajes del trabajo, y la ciudad se abre como un pasadizo de ensueños perversos, que devuelve al amor con gesto indolente. Y entonces vemos que no queda nada, que sobre la pira del sacrificio no hay nada que ofrecer. Las camas están vacías y ya ni sangre para alimentar el siniestro motor sin nombre, el autómata que mueve el mundo, ese cementerio, con gesto acompasado y huraño. En el estruendo y en la placidez, la vida discurre áspera, lejana, empapada de olvido y calambres. Y hay una torre tenebrosa de palabras que las espaldas sostienen, porque llamamos, pero nuestros gritos son apenas voces contra el viento.

Uñas de furias excitadas

están hundidas en la seda,

y la vara del altivo

permanece incrustada en carne de niños,

-¡en carne de lujo y primado del Reino!-

solamente arde en el páramo

el cardo erizado de ira parda,

como una lámpara fría

la tuna espinosa en el desierto

yergue dura venganza polvorienta,

el silencio helado de la noche

vela con su gran capa

ruinas de arena y grito seco,

Sacodecrin suena intensamente

a Mudatiniebla,

nada se mueve hacia nada,

porque no hay razón:

-¿para qué, hacia dónde?-

las ramas despojadas, ardidas,

de la gran higuera del disgusto,

dejan pegados en el aire

restos de fruto ácido

y de leche picante,

el cuervo, taciturno,

-sin devorar cadáveres,-

permanece inmóvil

en el mástil de la Acusación,

las palabras no suenan

ni la música ni el menor

hurón de entendimiento

intenta cruzar de un lado al otro,

para comunicarnos algo,

es el día del Estanque,

el mediodía del Hambre,

es el Zenit rojo de la Sequía,

livianas, insistentes,

llueven las cenizas juguetonas

del inmenso incendio,

-vilanos sonrientes de la Muerte,-

la sepultura crece al sonido

del gran Saxofón que no declina,

¡oh Dios desconocido!,

nuestros breves puñados de polvo

están quemados de no verte,

hasta la más borrosa huella

de nuestros pies te extraña,

el frío gasta con hielo y nieve frotada

el calor de los huesos que congela tu ausencia,

amamos, y el amor vuelve a nosotros

como un boomerang

que nos golpea el pecho con violencia,

y caemos exhaustos sobre nuestras venas

de suavidad encrespada

por el ácido rechazo,

nuestras cuencas vacías agonizan

por una gota de agua de tus noticias,

por un relámpago de tu sonrisa,

por una brisa de tu césped,

por un minuto de tus plumas

de ave blanca, por un instante muelle

en las sábanas de tu lecho hospitalario,

por una bocanada de aire

de tus cámaras secretas,

por una ráfaga luminosa

de tu flor abierta de magnolia

entre los espinosos bosques

amargos del castigo,

por una breve caricia de tu mano

sobre la liebre asustada

de nuestro corazón

tras la mata de pasto quemado...,

nuestra voz está arrugada por la sequía,

nuestra garganta, apretada

por las tenazas del gangster,

no nos queda sangre para darte

como los masticados mártires primeros,

solamente el hueco de tu rostro,

mapas del país de la Sed,

trabajos numerados, lluvia

y pantano de Cansancio,

niebla y humo de gestos fichados

por calendarios y oficinas,

puntuales carruajes negros,

bancos y fábricas y minas

y hospicios y seguros

donde pasean serios empresarios

del cada día y la muerte de hoy,

solamente las pompas fúnebres de la Corrección,

los muros de cal blanca

de nichos enfilados

en el Gran Cementerio bocinante,

-la máquina llamada Muerteviva,-

las ventanas permanecen cerradas,

las puertas no giran,

las estrellas empujan,

pero los aldabones de hierro

resisten a la luz de los faros,

nadie acude al llamado,

no se encuentra reposo

en los tibios pañuelos del Consuelo

la indiferente camelia

ocupa el caluroso amparo de los mirasoles,

se muere de cemento y violeta aplastada,

de torres de acero, y paloma estrujada,

de pánico doméstico, y de abejas ardidas,

de guante, y cuna ensangrentada,

de saludo, y trébol pisado,

de intemperie, y de perdiz cazada,

de alambre, de plomo, y confianza

de leche y miel malditas,

de luto, y labio asado,

de diario, y conejo vendido,

de bostezo, y colores gastados,

de comercio, y corazón tirado

en la alfombra de gehena lustrada

del dormitorio cerrado,

morimos de ladrones de glicinas,

de estepa de metal, de lago duro,

de plutonio orgulloso, y mano cortada...,

morimos de llevar

nuestro propio cadáver bajo el traje

a los picos del buitre sentado en Orosiempre,

morimos de nacer a morir

y volver a nacer a morir

a su hambre de flores,

¡oh Dios desconocido!,

no podemos más.

 

El texto y la oda recitados por Francisco:


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