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[Variaciones sobre la casa] Lluvia

Francisco Álvez Francese / Gastón Haro




21. Pensaba dos líneas paralelas (las líneas solo existen en la mente). Pensaba en esas líneas eternas, en un espacio eterno, eternamente desarrollándose, líneas cuyos puntos se persiguieran siempre hacia adelante, hacia una luz clara que resplandeciera en el fondo, como el sonido metálico del mar cuando rompe. Ese ruido hace la luz: el de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras. No es un suave murmullo, no es un arrullo, no es la nana infantil. Es el ruido de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras.



b. Espero que las cosas se abran para mí, pasado el temporal, como los helechos que recorro con la mirada en súplica, contando sus hojitas, cuentas de un rosario vegetal. Y todo espera: es el gato que veía sobre el muro de enfrente, cortado a destiempo. Es el gato al sol, suplicándole a la lluvia una hora más de distensión, antes del desagüe. Entonces, súbitamente, el cielo se pone negro y el agua impacta en la nariz, luego en los oídos, hasta que finalmente llena la vista, nubla la ventana.



11. Quien pueda sugerir un cambio mejor, algo que sea esperable o verdadero o definitivo o al menos tenga cierta apertura hacia el día, que diga fuertemente su nombre. Pero que sea el nombre verdadero, no la cosa que mostramos impúdicamente ante todos, el rastro de enfermedad, la contraseña para el intercambio.

No tengo fe de nada: sé que los nombres se encuentran desde adentro, expuestos sobre la superficie rugosa de la piel como las marcas del elástico que deja la ropa interior después de un día largo. Aquello que sabíamos atravesar sin mirar a los lados, la cebra segura, el despliegue de automóviles y la luz.



a. Nos vino a visitar una abeja. Llovía y se puso a resguardo en el balconcito. Entonces quisimos hacer algo por ella: le dimos miel de castaño, para mostrarle de algún modo que estábamos honrados por su presencia.

Ella se quedó quieta.

Al rato volví a verla y ya no estaba.



13. Era, en un sentido muy propio, el fruto del pensamiento, la manzana. De la duda, también, y de la transgresión, pero sobre todo del raciocinio. La capacidad de decidir, abrir el camino de tres que nos separa. Yo leía “La manzana de la discordia” (hablaba de una ciudad y de otra, casi mítica, de dos guerras, y de una diosa dorada, de tiempos más suaves) y pensaba en tantas cosas...

No había en la frase, sobre un dibujo cursi, nada de raro, pero yo no podía dejar de pensar en ella. Ni en el fuego, ni en el temor del fuego, ni en la mano hermosa, ni en el joven pastor, padre de tantas desventuras. Yo no podía dejar de pensar en ella, triplicada como el otro, expectante, llena de tanta acción que esperaba la mano, mi mano, la mano, mi mano, la mano elegida en fingido sacrificio.

Adentro estaban, apiñadas, las semillas.







e. Son sombras que se superponen, pliegues de color que se abisman y desgarran como la carne. Su rosa parece temblar como un mapa del límite y todo se expresa sobre esa piel erizada de venenos. Sospecho que su gusto es seco y que muere cuando la miramos, por eso me clavo una espina para escribir, para hundirme en el hondo campo de ausencias, el cementerio espigado que crece como la noche, sobre sí mismo. La flor espanta por su color, no por el aroma que imaginamos y no podemos tocar, sino por esa cosa que es como su nombre, invariable para todos, hecho de trazos.


20. ¿Disfrutan también ellas de la miel, las abejas?


12. Una cosa era comer lentamente una manzana, como si este día fuera el último, y otra muy distinta era lanzar la manzana al baldío de al lado, exponerla a los climas, a la arena febril, a los insectos todos en manada.

Pero esas son las opciones que ofrecía el tiempo: entregarlo a la putrefacción o tragarlo como si fuera un vaso de agua fresca.



15. Era una manzana perfecta, de un color curioso: no el verde brillante al que estaba acostumbrado, sino otro, con más amarillo, mucho más delicado. Estaba sola en un gran plato de porcelana blanco y parecía decir algo muy por lo bajo. Lejos, sobre la mesa, se le superponía otra manzana, esta vez roja, y la palabra manzana, la palabra con sus letras claras, y una voz también, que ofrecía la manzana, la mano que la alcanzaba a través del mostrador, la mano que la recibía del otro lado, la navaja de mango de madera con la que la manzana, la palabra manzana, era cortada, el sueño en el que una manzana se cubría rápidamente de hormigas al ser lanzada lejos, antes de caer, el recuerdo de la manzana, de la primera manzana, de aquel diagrama de la manzana partida al medio, sus semillas apiñadas, el sabor agrio de las semillas, del cianuro, la manzana podrida, en un frasco grande, la manzana abierta, hervida, la manzana llena de arena en la playa, la sed, la manzana y la sed y la palabra sed dicha muy lentamente, como si fuera una hechizo, está arenosa.



34. Estaba así todo puesto, en la mesa, y yo pensaba en dos líneas paralelas. Las líneas del mantel blanco que había sido de mi bisabuela, creo, o del ajuar de casados de mis abuelos, da igual: eran líneas que seguían y ellas sí, salían, se abrían paso por entre las plantas del fondo, del ciprés inmenso, el esqueleto de las hamacas, más allá de las orquídeas y hacia el final de todo. Y dónde estaba, quién sabe, dónde ponía la mano para indicar que ahí comienza el instante en que todo comienza.





 



El texto recitado por Francisco:


 



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