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  • Gonzalo Leitón

¡Los 78 no están de vuelta!


Mucho se ha escrito en los últimos años sobre el resurgimiento del disco de vinilo, pero nada se ha dicho sobre el revival del disco de pasta, el de 78 revoluciones por minuto. Y es lógico que así sea, porque no ha habido revival alguno.

Es que el disco de pasta es complicado: requiere de un aparato especial para ser reproducido; un gramófono o un fonógrafo o una victrola, o al menos una bandeja moderna pero que gire a 78 rpm y que tenga una púa de un material especial —monoaural, preferentemente—, apta para tocar su superficie. Por otra parte, son discos que no son fáciles de conseguir, que tienen solamente un tema por lado y, por lo general, de géneros tan poco apreciados por el escucha contemporáneo como el tango o la ópera. ¿Qué revival iba a haber?

Pero su historia es fascinante: aparecen en Estados Unidos a fines del siglo XIX y se expanden por todo el mundo durante la primera mitad del XX, convirtiéndose en un verdadero vehículo democratizador del acceso a la música: ¿cuántas personas podían llegar a escuchar en vivo a Enrico Caruso, Louis Armstrong o Carlos Gardel?

Hacia la década del 50 el disco de pasta comenzó a perder pisada en favor del nuevo disco de vinilo. Las principales diferencias entre uno y otro son el material con que están fabricados y la velocidad de giro (las revoluciones por minuto). Los discos de vinilo están hechos a base de policloruro de vinilo (PVC), un derivado del plástico. Son livianos y flexibles. Los de pasta —o de goma laca— están hechos a base de una resina secretada por el kerria laca, un insecto originario de Asia. Son discos gruesos, pesados y frágiles; si se caen al suelo se rompen como un plato. Los de vinilo giran a 33⅓rpm (los lp) o a 45rpm (los ep o simples). Los de pasta a 78rpm.

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Hace ya medio siglo que no se fabrican. Por lo tanto, nos enfrentamos a un objeto antiguo y que opera dentro de lógicas de mercado particulares. El precio de un 78 puede ir desde un dólar hasta varios dólares, diez, 100 o 40.000. Esto depende de varios factores: de la “rareza” del disco (qué tiraje tuvo y cuántos ejemplares se conservan), del estado de preservación y de qué tan fervientemente es deseado por un grupo muy curioso de seres humanos: los coleccionistas.

Existen numerosos estudios sobre el coleccionismo. Algunos lo ven como una actividad obsesivo-compulsiva, otros como un proceso de creación de identidad, otros como un exceso del comportamiento consumista, e incluso hay quienes lo piensan como una especie de curaduría artística no oficial, no museística.

El sociólogo y filósofo francés Jean Baudrillard dice en El sistema de los objetos que una colección es una representación multifacética y compleja del propio coleccionista, de su propio ser. Si un objeto falta en la colección, entonces una parte del coleccionista está ausente. ¿Quién no saldría desesperadamente en busca de una parte perdida de su propio ser?

Los más grandes coleccionistas de discos de 78 provienen de ese lugar del mundo tan proclive al exceso y el desespero: Estados Unidos. Joe Bussard es un hombre de 81 años, originario de Maryland, que pasó toda su vida recorriendo en camioneta los estados del sur y golpeando puerta a puerta en busca de discos. Creó un acervo que es envidia de todos los grandes coleccionistas: más de 15.000 grabaciones de las décadas del 20 y del 30, de blues, jazz, country, hillbilly, cajun, gospel, y en un estado de conservación asombroso. Hay un documental extraordinario sobre Bussard (Desperate Man Blues), en el que se lo puede ver recorriendo pueblos, mostrando su colección y bailando frenéticamente mientras oye sus temas preferidos.

Joe Bussard.

Uno de los más grandes dibujantes de los siglos XX y XXI es Robert Crumb; es el padre del cómic underground, un tipo que marchó siempre a contracorriente de todo, un artista políticamente incorrecto, satírico, perturbado y grotesco. Crumb también está enfermo por los discos de 78. En muchas de sus historietas se retrata hurgando en cajones y estanterías repletas, con los ojos desorbitados, en estado de trance, y gritando cosas como: “¡Al fin, después de 40 años es mío!” o “Mientras estos discos sigan aquí, nunca podré llegar a un estado de conciencia más elevado”.

Hay muchos otros coleccionistas interesantes, con cosas muy atendibles para decir sobre el mundo y la cultura en que vivimos, que fundan sellos para reeditar por primera vez la música que aman, que están muy lejos de esa concepción estereotipada del coleccionista como un ser huraño, egoísta, encerrado entre cosas viejas, y que han rescatado para siempre del olvido canciones absolutamente maravillosas como “Sur le bord de l’eau” (de Blind Uncle Gaspard), “Devil Got My Woman” (de Skip James) y “Last Kind Words” (de Geeshie Wiley) —las tres pueden escucharse en YouTube; sería bueno hacerlo sabiendo que las cosas no aparecen ahí por arte de magia—.

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Hace algunos años, gracias al dueño de Brújula Digital, una disquería especializada en música uruguaya, me contacté con Hilario Pérez. Hilario es uno de los guitarristas más reconocidos del país; en su larga carrera acompañó —entre otros muchos cantantes— a Alfredo Zitarrosa, con quien grabó varios discos. Hilario también es coleccionista, reparador y vendedor de objetos antiguos.

—¿No conocés a nadie que venda victrolas? Las que veo en internet o en casas de antigüedades están carísimas —le había dicho al dueño de Brújula. El hombre abrió una libretita que tenía encima de su escritorio, buscó un número y llamó.

—Acá tengo a un muchacho al que le gusta la música nuestra —le dijo a su interlocutor—. Y además anda buscando una victrola. Te lo mando.

Algunas tardes después, golpeaba en una casa de la calle Guillermo Tell, en Brazo Oriental. Había ido con tiempo y con paciencia, como me advirtió mi intermediario cuando conversamos. Un hombre de unos 80 años apareció por la puerta del garaje y me hizo pasar. Las paredes estaban repletas de relojes cucú —no menos de 20, todos en marcha— y el piso estaba cubierto por montones de periódicos y discos. El coche seguramente dormía afuera. En el medio del garaje se destacaba una elegante victrola, de una madera oscura, brillante, y en muy buen estado. Hilario me arrimó un banquito.

Menos mal que fui con tiempo y con paciencia porque me tuvo hablando toda la tarde. Entre otras cosas, estaba furioso con el gobierno por la reciente demolición del Cilindro; tenía una teoría: lo habían tirado abajo porque durante la dictadura había funcionado como centro de detención. Cuando terminó de hablar, puso en funcionamiento el mecanismo: giró la manivela cinco o siete veces, destrancó el plato, colocó un disco, que empezó a girar hasta alcanzar las 78 revoluciones por minuto, bajó con cuidado el brazo metálico, apoyó la púa sobre el surco y se recostó en la victrola.

Primero entraron dos guitarras (Ricardo y Barbieri, me dijo Hilario) y luego la inconfundible voz de Gardel, que me sonaba más presente que nunca, como si él o yo hubiéramos viajado en el tiempo, transportados por los tictac de los cucú que caían de las paredes: “Los domingos me levanto / de apoliyar mal dormido / y a veces hasta me olvido / de morfar por las carreras…”.

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La puse en mi cuarto. Desprendía ese olor a cosa vieja bien conservada. Ahora había que salir a buscar algunos discos. Hilario me había regalado uno: una grabación para el sello Víctor del Trío Típico Correntino de Emilio Chamorro interpretando un chamamé y una polka. Yo hubiera preferido el del Mago.

Fui a varias casas de discos pero en ninguna tenían de 78. No podía esperar hasta el domingo para ir a la feria; tenía que darle matraca a esa victrola entre semana. Busqué en Mercado Libre y di con Omar.

—Hola, estoy buscando discos de 78. —¿Qué estás buscando más precisamente? —Nada muy preciso: jazz, blues, tango. —Es algo. A veces me llaman pidiendo Led Zeppelin. Pasá por acá y revisás tranquilo. Mirá que hay miles: vení con tiempo y con paciencia...

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Todas las grandes colecciones se hicieron así: con tiempo y con paciencia (las más selectas también necesitaron de grandes sumas de dinero). Pero mis intenciones no eran armar una colección; quien quiera iniciarse en el coleccionismo serio de discos de 78 tiene que saber de antemano que arrancó 60 o 70 años tarde.

En el Río de la Plata existieron colecciones impresionantes, sobre todo de intérpretes de tango. En Argentina, Ángel Olivieri y Hamlet Pelusso crearon dos acervos muy completos sobre Gardel, no solo de discos, también de documentos, vestuario, instrumentos, correspondencia. En Uruguay, Horacio Loriente acumuló más de 5.000 discos de tango. De ellos, casi 800 son originales de Gardel editados entre 1913 y 1935 en excelente estado de conservación. Esta colección forma parte desde 2003 del Registro de la Memoria del Mundo de la Unesco.

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La primera vez que fui a lo de Omar el escenario me sobrepasó: apilados uno sobre el otro, y acomodados en estanterías que ocupaban toda una larga pared, desde el piso hasta el techo, habría no menos de 10.000 discos. Omar había dispuesto una pequeña mesita, con una lámpara y una silla, frente a las estanterías. Yo iba agarrando de a 15 discos —no más, porque me asaltaba el terror de que se me cayeran—, los apoyaba en la mesa y los revisaba: estudiaba la etiqueta, el nombre del intérprete, de los autores, del sello de grabación, buscaba fechas, número de matriz, los ponía debajo de la luz y comprobaba el estado general de los surcos, que no estuviera muy rayado o sucio. Habré estado unas tres horas, y de los 10.000 discos debo haber revisado 120. Aquello del tiempo y la paciencia. Es desesperante todo lo que no conocemos, la cantidad de música que jamás llegaremos a escuchar.

La segunda vez que fui estaba muy ansioso, pero no solo por los discos: tenía una pregunta para hacerle que me estaba volviendo loco. Había leído una entrevista a Robert Crumb en la que hablaba largo y tendido sobre su pasión por la música y los discos de 78. Cuando le preguntaban cuáles eran sus tiendas favoritas, Crumb contestaba que ya no quedaban buenas tiendas en Estados Unidos, pero que en Nueva Delhi había dado con una fabulosa, de la que se llevó cientos de discos de vieja música india. También decía que había encontrado buen material por internet, pero que lo mejor era ir a la casa de los vendedores y revisar directamente, cosa que había hecho en Buenos Aires y ¡en Montevideo!

—Encontré dos minas de oro —decía Crumb—; compré cientos de discos a estos dos vendedores, sobre todo de material sudamericano, pero el tipo de Montevideo también tenía mucho jazz estadounidense de los años 20.

Sí. Robert Crumb había estado en lo de Omar. Vino a Montevideo —desde Buenos Aires— solo por el día, pero luego de ver el material decidió quedarse hasta el día siguiente. Estaba en busca de música de string bands, como les llaman en Estados Unidos a los conjuntos de las primeras décadas del siglo XX formados únicamente por instrumentos de cuerda (violín, guitarra, mandolina, banjo, contrabajo), y de ethnic music, como le llaman prácticamente a toda la música foránea.

Robert Crumb, 2005.

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Es muy difícil desde Uruguay armar una colección de discos que no sea de música rioplatense. Sin embargo, Juan Rafael Grezzi creó una muy respetable colección de jazz. Grezzi fundó en 1932 el Jazz Club del Uruguay y tuvo una ferviente actividad periodística tanto en radio como en prensa. En 1936 desde las páginas de la revista Cine Radio Actualidad hacía notar que “los discófilos somos mirados con ironía, como si fuésemos esclavos de costumbres pretéritas o como si sufriéramos de una manía extraordinariamente ridícula”.

¡Coleccionar discos podía ser visto por algún sector de la sociedad montevideana como una costumbre pretérita en 1936! Seguramente el desarrollo de la radio por esos años haya influido en esta idea, pero hay que considerar que hablamos de una época en la que el cine sonoro tenía solo siete años de vida, que nadie tenía televisor ni discos de vinilo y, por supuesto, que nadie imaginaba un mundo en donde pudiera existir algo como el mp3, YouTube o Spotify.

¿Cómo será visto entonces el coleccionismo de discos de 78 hoy en día? ¿Por qué insistir con este formato cuando podemos escuchar toda la música que queramos a un clic de distancia y prácticamente gratis?

No tengo respuestas. Pero podría balbucear que escuchar un disco de 78 —en buen estado de conservación y en un aparato reproductor apropiado— es una experiencia conmovedora; aunque también puede resultar intimidante: la música que contienen puede sonar demasiado antigua, oscura y distante, demasiado “histórica”. Cuando ponemos un disco de 78 no solo escuchamos la música que se grabó originalmente en él, sino también la experiencia vital del propio objeto: ¿se reprodujo en salas de fiesta mientras la gente bailaba cerca de la victrola?, ¿estuvo años olvidado en un altillo o en un galpón, acumulando polvo, humedad y excreciones de insectos?, ¿fue preservado con cuidado, siempre limpio, correctamente alojado, y escuchado con cariño? El disco guardará registro de todo esto y lo devolverá en cada audición.

Más allá de todo lo que pueda decirse hay que reconocer que puede considerarse un objeto obsoleto. Existen otros medios para escuchar música, más modernos, eficientes, baratos. Vendría a ser como el parrillero, que como todos sabemos ya nadie usa, porque existen otros medios para cocinar un churrasco, más modernos y eficientes.

 

La nota recitada por Gonza:


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