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  • Macarena Langleib

Morada: Sincro


I

Como si pasara un camión, se abrió la ventana del balcón y como si corriera el chucho atrás de un pajarito, entró una ráfaga decidida, y el arbolito se inclinó a un lado, al otro, como en un paseo en bicicleta, se bamboleó liberado y se dejó ir con chirimbolos y todo. “¡Aaahhhh!” (mi madre relataba el bailecito abriendo la boca como Raffaella Carrà). Los dedos cuarteados de mi papá chorreaban sangre. Estaban armándome una casita de plástico, que venía con las paredes, la puerta, las ventanas, en un troquelado gigante que se juntaba con unos tornillos también de plástico. “¡Estos tornillos de porquería!” que tajeaban la voluntad de mis pobres padres cada vuelta que querían darles estructura a mis juegos. En el apuro de los desastres yo no sabía si ir por los pedacitos brillantes de estrellas rotas y de angelitos descuajeringados, o verificar los chorros rojos que tapizaban el techo tomate de mi casita propia.

II

Picaba la manzana, bajaba al otro palito de un salto mínimo, planeaba hasta el bebedero, armaba un relajo bárbaro con el agua, dentro y fuera de la jaula. Después daba saltitos hasta la reja más próxima a nosotros, y parecía hipnotizado desde el pico, le vibraba todo mientras nos daba flor de concierto. En la paraguaya, yo habría tirado el mate si aquel no hubiera llegado justo y con un “serás chambona” a dejar que la cosa no se desordenara. Nos valíamos de un grabador de una modernidad vetusta para probar casetes que sacábamos de una pila. El sol iba y venía mientras me explicaba el sentido de unas bossas. Servimos whiskies para celebrar esa belleza. Entonces se nubla, se levanta una ventolera y el pájaro se agita de un lado a otro —chiquitín—, entramos la jaula y los vasos y el mate (que al fin se cae) rizando el equilibrio. La hamaca parece una honda gigante que nos va a usar de munición. Cerrame el ventanal. Allí estamos, ateridos, salvados, con los pelos revueltos, la sangre caliente.

III

Una de mis primeras impresiones con la comida es un truco de magia. Mi hermano menor cumplía años, calculo que dos, y habían comprado una torta bañada en merengue con forma de conejo. Por esa época también algo me impresionó en el jardín de infantes: la maestra nos hizo pegar algodón en papel garbanzo y brillantina roja en un costado para representar a un conejito. Guardó las hojas en un ropero y al día siguiente fuimos todos a ver qué había pasado. Un bicho real estaba ahí y era de momento nuestra mascota, la más nerviosa que se pueda enfrentar a un niño. Por eso cuando vi aquella torta blanca en el comedor pregunté si se iba a transformar. El pragmatismo hogareño pudo más, y pronto, algo confundida, conocí el sabor más suave que hubiera experimentado.

I: Juan Pedro Salvo.
 

Podés escuchar el texto recitado por Macarena:


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