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  • Macarena Langleib

Morada III: De cero a gore


I

Las estacas embarradas se afirmaron. Esas quedaron, como fósiles de una sociedad inestable, un heterogéneo agrupamiento de ansiedades, una precaria alianza de febrero. Tengo la mirada obtusa del que cuenta. Estaba cansada, resacosa, arrastraba mis restos de adolescente patosa. Me afectarían las hormonas, la historia del clan, el karma de las alergias, los alacranes de Rocha, la erosión del pop de los 90 en las dunas, pero estaba clarita en varias cosas. Una, inminente: había que deshabitar el terreno ese donde picamos apenas, donde comimos como presos, donde no nos amontonamos del todo porque siempre faltaba alguno de noche y de madrugada. Fuera lo que fuera, la cosa era moverse, en diez minutos pasaba el bus, y las chiquilinas empezaron a pelearse. Una estaca se trancaba en su sitio, una mochila quedaba a medio llenar, pero la discusión seguía. La más responsable pagó el camping, o la más responsable fue la que dijo de ir yendo, la que empujó las cosas, descolgó el último traje de baño del árbol, mientras el asunto por poco se iba a las manos, y apiñando egos desollados y pertenencias húmedas, marchamos, todos con todas, boludones, grandotes sin capacidad de distinguir prioridades, y alguien entre nosotros percibió y se animó a decir en voz alta que de ese coche quedaba un polvo irrespirable, con suerte. Éramos iracundos, apenas bronceados, abolladas las voluntades a medio edificar por la mala vida pasajera. El transporte de esa noche, había sido ya ilusión diluida. Arránquense las mechas, si quieren. El arriendo está cubierto, el traslado no. Y en otro balneario juntan pinocha y ya arman la ronda que nos espera.

Fue ahí, en la curva del descontento, que una estiró el brazo, y otra correteó, y el que no hizo piecito fue cómplice por acercar el bolso a la parrilla del camión. Adentro, la lona ululeaba, la luna no sé si era llena, pero echaba luz suficiente como para enterarse de lo inocultable, con ese olor delator y persistente. Enflaquecíamos contra las paredes del camión, tomando distancia de las ciénagas de toallas en charcos rojizos, tejido granulado, erizante, delicia o plato ingrato: mondongo. Colgado en ganchos, en palanganas, en torno. Una pesadilla de viaje, 20 kilómetros interminables de fierros y reproches en apagón oscilante: el perímetro que cubre del berrinche al asco.

II

Caminamos desde el hotel hasta el muelle. El casco de planta acuática que compré al bajar del avión era a esa altura una adherencia. Igualmente los lentes de sol. No me entregaba a los rayos, por más que ese cielo no tuviera un cuadrante de ozono en retirada. El sueño me ganaba. Por eso usé los accesorios a guisa de cubrecamas. Caminaba dormida. Zombi a bordo, tras pasar a una parejita grisín. Susurré en el embarcadero, apenas los tuve a la vista: “Son los príncipes de Gales”. Amables, quizás noblemente amables, sonreían y se sonrojaban. “Sentémonos más a la derecha”. Estaba junto a un par de morsas en la cincuentena, tatuados, él y ella, fláccidos e impenetrables, que fungirán de extras. Nadie en la embarcación hablará su lengua. A pura sonrisa punk él pedirá que le acerque los vasos. Ella no cederá; solo humo saldrá de su boca.

Nada de eso todavía. No arrancamos, siquiera. El retraso es notorio y los rezagados siguen llegando, con mala comisión de bienvenida. Son francófonas, educadas pero sin reservas y el capitán las rechaza. Cuando los motores se hayan encendido y las sonrisas internacionales se hayan cruzado de babor a estribor, una de ellas logrará ingresar, merced a un dichoso papelito hasta entonces perdido en el fondo de su bolso. Se sentará con un bufido triunfante y completará la comitiva.

El trayecto transcurrirá entre fotos pedidas y cámaras manipuladas por extranjeros condescendientes. Al timón, un sujeto de breve traje de baño, que se comunicará a los gritos con su equipo de a bordo, escudado en las diferencias idiomáticas que supone que nos separan y que abandonará su mando solo para zambullirse en la zona exacta donde abundan las langostas. En cubierta, una italiana que comparará el turquesa del agua con sus chapuzones en la Polinesia, será la relatora espontánea de la pesca. “La devolvió al agua porque estaba preñada”, nos enteraremos vía traductor. “Se demora porque les arranca una pinza para que no escapen”. Con los ejemplares finalmente sobre la escalerilla, recomenzarán las sesiones fotográficas. En breve estaremos en la isla, donde podrán saborearse los trofeos y, acorralados en la mesa común, procederemos a prodigarnos una sociabilidad libretada, unos modales de media pensión.

Los buenos nadadores, escafandra, patas de rana y a los corales. El resto, a buscar sombra bajo una palmera que amainará el bochorno. El almuerzo estará crujiendo en alguna sartén oculta a nuestra vista y, afortunadamente, lejos también de las iguanas, esas estatuas vivientes que acudirán a nuestro banquete.

Es el momento de una remojada. Afuera casco y lentes. Afuera vestido y, con medio cuerpo sumergido, solo afuera calor. No faltará quien ostente sus pectorales lustrosos con la amplificación que provee esta postal tropical. Si me pongo a tono, yo cuido que el bronceador no me traicione. Reconozco entonces a una pareja a unos metros de mí. Bajo la palmera donde dejaron su sintético equipaje, dejaron también los pantalones de él, rígidos contra el frondoso tronco ecuatorial, como una carcasa abandonada en la arena. Va saltando el caballero su desnivel hasta la orilla. Ella lo apuntala.

I: Juan Pedro Salvo
 

El texto recitado por Maca:


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