top of page
  • --

Resquicio indómito

Eloy Araújo




Fue mientras dormía cuando el grito abrió las puertas de mi habitación de par en par y me sobresaltó en la cama, estremeciéndome, todavía soñoliento, al mismo tiempo que intentaba recuperarme del susto.



Dudé en levantarme, quise creer que se trataba de un hecho sin trascendencia que no iba a cambiar absolutamente en nada si lo ignoraba. Podía deberse a una riña callejera de esas que son tan frecuentes durante la madrugada o, tal vez, había sido el ruido estridente de un auto que frena de forma abrupta.



Pero antes de poder recostar de vuelta mi cabeza sobre la almohada, el grito volvió a entrar -como si se tratara de una estampida- y me dejó paralizado, incapacitado de actuar ante la respuesta certera de aquello que negaba. Habiendo pasado unos minutos, su eco persistía, se hacía más grande y devoraba las dimensiones de mi cuarto con gran voracidad.



La extensión de mis sábanas no era la suficiente para ocultarme de él; ni siquiera la cama servía de gran ayuda cuando cada pequeño movimiento de mi cuerpo era anticipado por el sonido de las maderas chirriando.



Estaba atrapado, tanteaba si había algún hueco en el colchón que me sirviera para escapar. Un túnel improvisado, a la orden de las circunstancias, donde pudiese escabullirme, o un portal que me enviara al sitio más inhóspito, donde no sintiera la presencia amenazante de ese grito. Todo con tal de abandonar la trinchera donde lo insondable adelantaba su posición sin interrumpir el flujo de las municiones que disparaba.



El teléfono se encontraba lejos, completamente inútil, como de costumbre. Estaba imposibilitado de pedir auxilio; aunque al mismo tiempo me preguntaba de qué serviría si pudiese alcanzarlo cuando tomaba consciencia de que todos dormían ese sueño del que yo estaba privado, el sueño eterno al que induce la indiferencia.



Recuperar el silencio, luego de los azotes intensos que el eco ocasionaba, no representaba una fortuna; hacía trabajar mi cabeza a un ritmo acelerado. Ahí fue cuando me acordé de Laura -mi hermana-, pensaba en lo que estaría sufriendo, sola, al descubrir esa fuerza atronadora que convertía el ancho del pasillo, que separa nuestras respectivas habitaciones, en una distancia que solo deja lugar para la desolación. En ningún momento logré escucharla, supuse que ya la habría perdido. La tristeza fue inevitable, pero todo insistía en que reprimiera cualquier emoción.



De todas formas, su imagen se había apoderado de mi mente. La podía representar tirada en el piso, en posición fetal, rígida ante el estruendo incesante que repetía, una y otra vez, la locución siniestra que me hacía presentir que algo malo estaba por suceder o, sencillamente, funcionaba como el inicio de un cambio que empezaba a corroer la calma que tanto cuesta alcanzar.



Me reía de los nervios. Golpeaba mi cara con mis manos, de forma sucesiva, tratando de despertar a mis ideas y así volver a instaurar lo que ese grito maldito me había arrebatado. Nada salía de mi cabeza, más allá de oraciones que enunciaban cierta culpa, pero... ¿por qué habría de sentirla?



Me quedé absorto, mirando hacia el espejo que tenía enfrente -cubierto por la luz del exterior que se filtraba por la ventana e invitaba a fijarse en él-, rondando en teorías disparatadas que pudieran esclarecer ese clamor inaudito; buscando el antídoto para dejar de estar replegado en mi aturdimiento. Estuve en ese estado de trance por un buen rato y sin sacar nada en limpio, hasta que, mirando al pasar, me detuve atónito en un detalle que me causó escalofríos: veía mi reflejo pálido, inexpresivo, con una parsimonia que no se correspondía con lo que mis sensaciones indicaban. Me asustó la apariencia perversa que venía del espejo; estaba construida bajo un halo oscuro y no hacía otra cosa que observarme con curiosidad, dando la impresión de alimentarse de lo que mis conjeturas alertaban.




Diana Carmenate




Paulatinamente, abandonaba ese temor inicial y su figura me empezaba a resultar llamativa. Encontraba una reciprocidad extraña, también el contacto que manteníamos señalaba una sincronía apabullante. Había una fisonomía compartida, además de otros aspectos que podía identificar como propios; excepto que, pese a lo cautivado que estaba, me costaba aceptar que se trataba de mí.



Quise acercarme al espejo para mirarlo de cerca, posar mis dedos sobre su superficie con la intención de verificar cuán real era lo que estaba pasando y hablarle a quien estaba del otro lado. Indagar en su naturaleza y, en cierta forma, hacer un ejercicio de la introspección.



Empecé por moverme con lentitud, tratando de engañar la vigilancia de mi cama para sabotear el sigilo, empleando una gran cautela al dejar las sábanas a un lado y alivianando mi peso con suaves movimientos que me ayudaran a aproximarme sin que mi acción fuese advertida. Sentía que lo lograba, estaba cada vez más cerca de cumplir con mi meta; hasta que, estando justo al pie de la cama, el grito irrumpió de nuevo con gran violencia.



Al sentirlo, perdí el equilibrio y caí inmediatamente al piso. Esperaba que el golpe me hiciera despertar y me devolviera a un lugar donde nada de esto fuese cierto; pero solamente me hizo confirmar, con la sangre que brotaba de mi nariz, que me encontraba varado en un acontecimiento totalmente verídico. En mi jaula personal.



Intenté pararme. Una brisa súbita helaba todo mi cuerpo, me hacía tiritar de un modo en que mis dientes marcaban el compás guiado por el pavor. La orina corría por mi pierna, intensificando su flujo con la rabia creciente que introducía el grito y creando un charco en el piso donde visualizaba la extensión del espejo.



Esa fuerza desconocida se había apropiado de mi vida, me desnudaba al punto de sentir que me arrancaba la piel. Ya no conseguía resistir parado, me arrodillé suplicando una y otra vez que se detuviera; pero seguía tronando inclemente, llevándome a la cima de la angustia.



Ahora yo también gritaba, intentaba dominar su lenguaje. Golpeaba mis puños contra mi pecho y vociferaba el mismo dialecto irracional para atenuarlo. A pesar de ser totalmente en vano, insistía en mi postura, creyendo, inocentemente, que podía ocurrir lo impensable; pero el horror infranqueable demostraba, cada vez que su impulso cruzaba mi habitación y vaticinaba la progresiva severidad con la que se iba a manifestar, que su razón de ser estaba estrechamente ligada a un remordimiento que comenzaba a reconocer en mi interior.



No quise admitirlo, me indignaba la existencia de esa probabilidad. Repetía en voz alta monosílabos sin relación entre sí, presionados con torpeza para convertirse en oraciones que expresaran algo que me amparara. Me ahogaba la impotencia y era en ella en la que el grito consumía la capacidad para ser objetivo, dejando espacio únicamente para una exclamación que predominaba como herraje caliente y que -con mi voz quebrándose- sobresalía de entre las miles de emociones que se apilaban: “¿Cómo pude haberle hecho eso a Laura? Mi querida Laurita”.



Me cubrí los ojos con la palma de mis manos, queriendo eludir la mirada condenatoria de mi reflejo. Traté de hacerlo entrar en razón y así conseguir silenciar su rigor. Pero empeoraba. Con cada aguja del reloj que avanzaba, él iba desplegando, de forma sistemática, su manto de ironía punitiva. Ya no lo soportaba, sus palabras resonaban en mis oídos y me comprimían el cráneo.



Me levanté bruscamente, con la furia inflando la vena del cuello, al punto de sentir mis pulsaciones crear un ritmo tribal que musicalizaba la emergente irritación, concediendo la apertura a un síntoma de deterioro. Entonces, quedé frente al espejo, atestiguando la sonrisa cínica de aquel que tenía cara a cara, percibiendo cómo mis ojos comenzaban a hincharse listos para saltar de mis órbitas. Y fue ahí cuando me harté, cuando me harté de todo. Incluso de mi propia vida, que ya no era mía; pero que, por el vicio de la costumbre, seguía reclamando.



No me quedaba otra opción. Tenía que hacerlo, y lo hice. Destruí el espejo con mis manos para ver desmoronarse cada fragmento de mi existencia. Callar de una vez por todas a ese grito malsano -cuya densidad se ampliaba con la reserva de oxígeno que le suministraba- y, de ese modo, por fin erradicar el temblor inestable por el que cada poro de mi cuerpo exudaba la sórdida confusión de no ser yo el dueño de mi memoria.




 



El texto recitado por Eloy:



 





bottom of page