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  • Diego De Ávila

Rivera-Rodas


Aún no tengo familia. Seguramente la tuve, y por eso a menudo me pongo a rastrear las imágenes inventadas de la niñez: para saquear las casas en las que vivía, sacar los muebles y las plantas. Porque si no encuentro el primer recuerdo en esas salas vacías (por fuerza tienen que tener algún color, ser de algún material) quiere decir que nací adulto y la única casa que existe es esta donde vivo.

En ocasiones esta casa es una estación de verano penosa, como una estación de verano en la selva. Bueno, aquí tendré familia.

Mi señora hunde la cabeza en el agua y los hilos castaños de su cabello se acuestan en la superficie y señalan a su vagina. Cuando entré al baño no pude soportar que estuviese rodeada de mosquitos. Y me sentí enfermo.

A veces estoy demasiado vulnerable como para manejarme con estas cosas, impedido de hacer nada, entonces actúo, indiferente ante las objeciones, y hago cosas como la cena, o preparar la bañera, donde se acuesta mi mujer cuando vuelve del trabajo.

Cuando las circunstancias me provocan dolor escojo una acción y la llevo a cabo. Lo único que necesito es que alguien me esté mirando. Soy un poco impertinente.

Caminé haciendo ruido (de esa manera mi esposa sacó la cabeza del agua y me miró) y espanté los mosquitos a manotazos. Elegí al más lento de todos ellos para fulminarlo, y cuando separé las manos y vi la mancha oscura a los pies del pulgar, sin sangre ni relieve, me pareció que era solo una mancha oscura. Cuando la froté no conseguí extenderla. Debía estar allí desde antes que entrara al baño.

Y me sentí ridículo.

Así que disimulé brindando atenciones; tomé a la mujer por la nuca, le acaricié el cabello y abrí una sonrisa de verano, pegajosa, lo bastante molesta como para hacer que se metiera de nuevo en el agua y su pelo se alargara en la corriente, con señal de apuntar hacia delante. Y después lo seguí con la mirada. Hasta la punta de sus pechos a unos centímetros del agua. Una rodilla, flexionada, aparecía en la superficie, y entre las rodillas y las tetas su panza profería una curva bordó que envolvía y tensaba su gordura habitual. La grasa del costado se acomodaba arriba: una pelota de arcilla endurecida con la luz de la habitación. Algunas veces la pelota roja del atardecer puede dar alguna idea, pero era como… el destino de aquellas invenciones empezadas, como los recuerdos de mi hogar infantil: quién sabe cómo llegar a ellos, quién sabe cómo sacar los muebles y las plantas y dejar abierta una imagen natural, plausible de alguna comparación, un bosquejo inconfundible a primera vista donde calzara perfectamente la panza de mi esposa.

Collage: Juan Fielitz (cargocollective.com/juanfielitz)

Juan Fielitz (cargocollective.com/juanfielitz)

Vivir en Bolivia fue para mí la forma de mantener prohibido algún sentido particular. Mientras me perseguían las playas, yo bogaba por la ciudad de La Paz, y se extendía una concentración rancia de espuma, incluso dentro de los locales donde me metía, en mi propio cuarto de pensión, donde estudiaba. Yo me iba a leer los clásicos a las montañas para aprobar mi próximo examen, y los ojos me lloraban por la excitación de un penetrante vapor salino.

Las cualidades de los meses se repetían todos los años. No encontraba un sitio perfecto. Y a mí me parecía que siempre nevaba. Mi esposa traía hielo desde la parte de atrás de la casa y yo llenaba las ollas con él y lo ponía a hervir en la cocina. Éramos pobres así que simplemente nos íbamos al baño y yo arrojaba el agua caliente sobre ella, con suavidad.

Por supuesto que más tarde vivimos en otras casas. Y por supuesto que yo ganaba mi dinero, así que cada vez eran más grandes. Buscaba ventanas delgadas, que incluso cerradas permitieran el paso del aire. Y en cada mudanza arrojaba el amueblado por los desfiladeros de la ciudad, enorgullecido de que cuartos enteros quedaran vacíos, y de que el paisaje fuera abierto: una mesa, y mucho aire vigilando la casa. El olor a océano desaparecía.

Empecé lavando pisos en un liceo público. Luego conseguí un trabajo de oficina, más holgado, y tuve tiempo libre para ir a nadar a una piscina pública. Y en las veredas, del liceo, del club de natación, el gusto de los cigarrillos era siempre el mismo. Una extraña acidez de vida desinfectada. Cuando una vez cada tres meses termino de limpiar la casa y me prendo un tabaco, escupo en un balde y me parece que la vida no va a alcanzarme nunca. Me gusta eso. Cada vez que algo cambia, asumo que tiene un sentido particular.

Y ahora el baño, lleno de mosquitos, comienza a verse diferente. Dominado por un aspecto aceitoso que se mete por las rendijas cuando se desborda la bañera.

La panza de mi señora tiembla, es muy raro, sin perder su curvatura, y se pone a gran distancia por encima de las rodillas y los senos, a los que ella hunde de inmediato bajo el agua. Los cabellos desparramados ceden a una corriente que deja flechas en todas direcciones: apuntan a la cerámica de la bañera, a una isla transparente de mosquitos, al centro de su propio corazón. A través de los órganos su cabello y su vientre están entrelazados y salpicados por una ola que da vuelta de regreso.

Me arrepentí, como venía pensando hasta hace un momento, de fumigar el cuarto con gas para los mosquitos. Ahora veo el rostro de mi mujer bajo el agua, mirándome absorta, y siento que puedo hacerle daño. Arremeto contra ellos a puñetazos y hago un ruido espectacular. Ella emerge y me pide que por favor lo dejé todo así como está, quieto de una vez.

Salgo del baño con las manos llenas de puntos negros, pequeños lunares estrellados que no salen con el agua: ya lo intenté. Manchas de nacimiento, me digo. Y me pregunto, sin que tenga mucho que ver, si los mosquitos poseen entrañas o son solo grandes pelotas de sangre. Si puede ser que la sangre se ponga negra una vez que entra en contacto con el aire. O si carece de importancia, como el resto de las cosas. Otra vez siento ese olor.

Por la ropa empapada siento llegar el agua de la bañera hasta mi cuerpo, y la tela se me pega como si se fuese a quedar a vivir conmigo.

 

La nota recitada por Diego:


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