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La chica del mantenimiento

Mardou Grall




Lo importante es tener en claro algunos detalles: me llevó años descubrir cómo crear esas señales y simbolismos que generaran en el empleador, ama o amo del hogar, recinto, refugio, empresa o establecimiento de cualquier tipo la calma mental que necesitan, la confianza plena, la seguridad de haber elegido a la persona indicada. Convertirme, a fin de cuentas, en cada lugar en que trabajé, en la chica favorita del mantenimiento.



Cuando el virus llegó a la ciudad, yo me encontraba en la playa. Huí días antes de que todo se desatara. El año había sido intenso, de ruidos, de horas de trabajo, para ahorrar, que no cabían en el calendario. Visitando casas, marcando anuncios con círculos rojos en capturas de celular que tomaba del diario. O de fotos de vitrinas de anuncios por las paredes de las facultades. Extensas llamadas telefónicas, caminatas de un extremo de la ciudad a la otra. Llegué a trabajar en tres lugares, catorce horas diarias de limpieza mensual, así, durante cinco o seis meses. Pero nunca conseguía ahorrar lo necesario para mudarme a un lugar que me apeteciera realmente. Las horas de clases en la facultad, terapia, el coro, salir a correr los lunes, miércoles y viernes por la mañana. Todo me ayudaba a equilibrarme y a enloquecer en otros casos. La máquina de pensar en estridentes estallidos me pedía que abandonara los trabajos. Las crisis de ansiedad estaban en un trampolín frenético. Los ómnibus, los edificios, los vendedores ambulantes de caramelos y fundas de celular. Los anuncios de promociones, de comida, de sillones, los paquetes de internet, los vidrios templados para que se rompan menos las pantallas, los puestos de sillas plegables y protector solar que necesitamos para irnos de vacaciones. Los carritos de panchos, las heladerías repletas, los eventos masivos al aire libre porque el clima está soleado.



Dejé uno de los trabajos porque siempre andaban allí merodeando. Ruido de camiones entrando y saliendo, camioneros y camiones, babosos, gimiendo. Cámaras de seguridad, huella dactilar para anunciar entrada. Saludar me hacía mal, no saludar me hacía mal. Todo era una cochinada, la cocina, el baño, la sala de estar. Las revistas de playboy del 90 que nadie leía desde el 91 pero que no me dejaban tirar. Ya nadie las hojeaba siquiera, no sé hace cuánto, ni pensaban en hacerse una paja con una de ellas. El decorado ridículo, las paredes atestadas de calendarios vencidos con imágenes de autos. La repisa de trofeos de bochas, de cuando jugaban, de cuando hacían algo además de trabajar. También estaban Henry y Maick, el más viejo de los camioneros y el más joven de los mecánicos. Ellos me ayudaban a sobrellevar el día. Me hablaban de las hijas, de las casas, de las películas y los discos que andaban escuchando. Muy hábiles ambos para contar chistes y subir los ánimos. Pero así y todo no bastó, la verdad prefería trabajar sola, necesitaba dejar un trabajo, y ese era el peor de los tres. Así que terminé yéndome. Lo bueno es que si quería podría regresar. El encargado solía alabar mi trabajo. Las carpetas estaban siempre donde debían estar, las plantas crecían fuertes y embellecían los espacios, el vidrio del microondas brillaba y la jarra eléctrica nunca tenía yuyos ni se necesitaba enjuagar antes de usar. Para él con eso bastaba, le daba pena tener que contratar a otra chica.






Para generar seguridad en el empleador, uno mismo debe estar seguro de que lo que hace lo hace bien. Si hay cosas debajo de la cama, se las mueve de lugar, no importa si dio tiempo o no de limpiar en detalle, la cuestión es que cuando el ser que habita dicha cama observe bajo ella, algún día, verá que las cosas están un poco más allá, a mano. Y al deslizar la vista y enseguida hallarlas, pensará: “¡Qué bueno! La chica del mantenimiento barrió debajo de la cama”. Paz. De vez en cuando se debe abrir una puerta que suele estar cerrada y cerrar alguna otra que acostumbra a estar abierta. Un simple gesto de movilidad, de cambio, de renovación, y de armonía al mismo tiempo, que demuestre que el lugar más insólito, incluso, puede ser limpiado.



Un consejo: si el empleador tiene la costumbre de dejar las cosas en el mismo lugar, recuerde usted, chica o chico de la limpieza, ese lugar. Si el contratador no tiene esa costumbre, elija usted un lugar, y repita varias veces la secuencia de volver la cosa al lugar elegido. Así él siempre sabrá dónde está, y sentirá en un recóndito rincón de su alma que las cosas van mejor en su vida. O algo similar.



En otro de mis trabajos me llamaron para darme de baja y volver a darme de alta y así no llegar a los tres meses, eso lo hacían ya hace dos años. Cada dos meses y veintipocos días pasaba por la oficina a renovar el contrato. Pensé un montón de veces en denunciarlos y meter un abogado para sacar algo de plata, pero no sabía cómo, ni quería hablar con abogados, ni quería hablar del tema directamente y me aburría mucho solo de pensarlo. La cuestión es que era donde mejor me pagaban y necesitaba que continuaran llamándome. Así y todo, me atreví a decirles que por dos semanas o tres no contaran conmigo. Que no estaría en Montevideo, pero que, por favor, luego siguieran llamándome. Yo avisaría con un mensaje o una llamada cuando retornara. No hubo oposición. Estaba segura de que volverían a contactarse, era una de sus favoritas.



Entonces solo me quedaba un trabajo, el de los fines de semana. Necesitaba irme al mar, olvidarme de los edificios y los autos. Tenía unos pesos guardados de la liquidación del taller mecánico y no me importaba perder estabilidad económica a cambio de salud mental, aunque, claro, ciertamente está ligado. Tendría que esforzarme luego y hurgar entre mis contactos para rearmar la agenda o ver qué surgía. Es que la solución de momento me parecía que era abandonar, jugar un poco al azar y al destino. Tirar los dados como tantas veces. Jugar a la ruleta rusa. Empujar a lo incierto, como subir una foto y no saber si tendrás 6 o 100 me gusta. ¡Claro! Si tienes 6 me gusta, no te quedarás sin comer, menuda diferencia. La cuestión es que resolví charlar con la señora que trabajaba en la tarde y pedirle que me cubriera algunos fines de semana para hacerse una changuita extra antes de irse de licencia, y mientras tanto yo poder sacudirme el pánico y la mala cara.



Me fui.



Estando en el mar pude zambullirme horas en el agua, caminar sin pretensiones, sentir los pies calientes sobre la arena. Embravecer, endulzar y aplacar mis pensamientos. Concentrarme en las líneas del cielo, en las nubes, en el horizonte. Sentir la caricia de un mar vasto que me hacía olvidarme de pensar, o no pensar, si era así o asá que se respiraba. Actuar con naturalidad, hacer el mate, despertar a cualquier hora, leer más de 700 páginas de Bolaño, cantar en voz alta con los auriculares puestos.



El primer rumor sobre el virus al que le di atención fue en el mercado: “Llegó a Uruguay, se va a poner bravo”. Al parecer, ya merodeaba la información hace un tiempo por las redes y la televisión. Y aunque algo había escuchado, no me había detenido a investigarlo, ni a leer anuncios, ni artículos, mucho menos prender el televisor. Las señoras estaban preocupadas y hablaban de cambios y colapso económico. Metí las bananas y los cereales en la chismosa y salí bastante rápido, no fuera que alguien pretendiera escuchar mi opinión. Me fui andando en bicicleta hasta la terraza del pueblo y me senté a observar la luna y a silbar una canción. Mientras, pensaba en que ya no salía más los viernes a correr. Igual no está mal que sean dos veces a la semana, me dije varias veces a mí misma, recomponerme es la misión. Y me pregunté: ¿cómo estoy?




Inés Iribarne



Al cabo de unos días me encontraba recostada en una manta que había colocado en el jardín de la casa para poder leer y comer frutas durante la tarde, cuando el canto amigable de la calandria fue interrumpido por un autoparlante de la policía. Informaba a la comunidad sobre el virus, exhortándola a quedarse en sus casas. El auto rondó largo rato por las inmediaciones, mi lectura fue inevitablemente atravesada por aquel anuncio que me llevó en escalada hacia la preocupación y la confusión. Todo no lo puedo controlar. Los días pasaban, yo estaba sintiéndome mejor. Con la ansiedad aplacada, la mente en blanco. Salir a correr por la playa, los lunes y a veces los miércoles, junto a la brisa, dejar los pensamientos a un costado, acariciarme y girar, eso necesitaba. Los caminos y las callecitas estaban cada vez más desiertos, eso me gustaba. No sé cuántos días ya habrían pasado, pero la gente que aún andaba merodeando hablaba del virus sin parar, no sé si sería del mismo, o si cada uno tendría uno diferente. Yo intentaba no alarmarme de más, pero un espectro gris andaba detrás de mí, insultándome y pisándome los talones.



Decidí tomar coraje para contar los días y resolver cuándo volvería a Montevideo. Pronto me comuniqué con los dos trabajos para coordinar mi regreso y volver a armar mi puzzle de horarios. Faltaban pocos días para el comienzo de clases y me tenía que organizar bien para encarar el año. La cuestión es que no todo salió como yo esperaba, áspera tirada de dados. Una de las empresas para la que trabajaba había cerrado a causa del virus y las clases en la facultad no comenzarían como estaba planeado. ¡Caray! Solo con el trabajo de fines de semana estaré bien jodida. La cuestión es que básicamente lo mismo, en mayor o menor medida, le estaba ocurriendo a todo el mundo. Familia, amigos, vecinos, conocidos, desconocidos. Y todos gritaban CAOS.



Me descubrí segura en mi labor el día en que aprendí a levantar la escoba y el lampazo caído sin tener que ponerme en cuclillas. Pisando con el borde del zapato correctamente se alzará y llegará solo hasta mi mano. Estoy bien, todo está bajo control, estoy pronta.



Volví.



Me dio la impresión de que Montevideo estaba más gris que nunca. Seguía habiendo la misma cantidad de edificios pero no de autos, ni de barullo, ni de personas andando. Al parecer estaban todos en sus casas, recluidos para evitar el virus, para salvar el mundo o algo así. Los vendedores ambulantes de caramelos y fundas de celular ya no estaban. Las heladerías desiertas, las persianas bajas, el silencio, la ausencia de los carritos de panchos. Escaseaban los colores, abundaban las caras largas. Saludé por cordialidad a las chicas de limpieza en la terminal pero me ignoraron. Estaban muy concentradas charlando sobre la situación actual, “nosotras somos las que estamos más en riesgo”, decía una, “y los médicos”, interrumpió otra, “¡claro! Y los enfermeros y todo el personal de salud. Pero fijate que nosotras estamos…”, y así siguió largo rato, y luego, “sisi”, afirmaban las otras, y comentaban sobre una tal Zulema y un tal Pedro que habían sido despedidos por reducción de personal.


De camino a casa pude verme en el reflejo de los vidrios en una hilera de tiendas cerradas, estaba sonriendo. Aún traía conmigo el mar. Cerraba los ojos y allí estaba, fresco y agradable en mi memoria. Debería salir a correr también los miércoles, como antes.



Mi trabajo de fines de semana era limpiando un refugio. Allí los detalles que había que mantener atentamente radicaban en lograr conservar los objetos blancos lo más blancos posibles. Mover un poco los muebles para que se notara que había limpiado detrás, colgar y descolgar la ropa. Embadurnarlo todo en desinfectante de spray. Mi estado de alerta y de paranoia se fue acrecentando en Montevideo a medida que pasaban los días. Yo regresaba a estar mal, mi casa estaba mal, mi gato estaba mal, mi vecino estaba mal, el refugio estaba mal, la gente del trabajo estaba mal, la gente durmiendo en las calles estaba mal, las personas pidiendo monedas estaban mal, los ladrones de carteras estaban mal. Un hombre me insultó y me gritó desde la ventana que me vaya a mi casa, que no debía andar caminando por allí. “¡Pero, señor!, recién salí de trabajar”. Qué insolencia, decirle al que tiene que ir a trabajar que no trabaje, como decirle que se marche a la casa al que no tiene casa. Taquicardia volvía, la tristeza ya me estaba cubriendo.



Cuando no estaba trabajando, intentaba mantenerme en casa y hacer cosas para relajar el cuerpo. Salir a correr por la manzana, los lunes, si es que podía. Leer, meditar. Alejarme de los pensamientos.



Susana me llamó para hacerme un pedido especial esta semana, ya había trabajado en casa de su mamá anteriormente y me tenían extrema confianza. Según ella, era en la única persona en que podían confiar en esta situación. Pasaría a dejarme la llave, guantes, tapabocas y un alcohol en gel. Debía entrar en la casa y desinfectarlo todo sin entrar al cuarto de Sandra. Ella sabría que yo iría y procuraría no salir para no estar en peligro. Las indicaciones fueron las mismas de siempre, pero más dramáticas. Cepillar los azulejos en la cocina, pasar la aspiradora en las alfombras, ventilar, abrir y cerrar todo antes de irme. Sacarles el polvo a los adornos, pasar desinfectante en el tubo del teléfono, en las mesadas y en el escurridor. Y otras que nunca mencionaba pero que yo sabía que tomaba en cuenta: guardar los libros por orden alfabético en la biblioteca, lustrar el piano, hacer montañas de monedas halladas por los recovecos de la casa, juntar las hojas del patio, lavar bien la escoba y la pala antes de irme, enderezar los cuadros, limpiar los interruptores de la luz. Cambiar de lugar las sillas para que se notara que las había alzado encima de la mesa para trapear. Hacerles nudos a las bolsas vacías de las papeleras para que no se zafaran. Dejar brillantes el marco y el espejo del baño y de la sala. Apretujar los almohadones del sillón para que parecieran gordotes. En fin, esta changa me vino muy bien para rellenar la alacena y comprar un par de velas para cocinar en la noche. No incomodaba tanto estar sin luz, hasta pude disfrutar de cocinar y de leer bajo las velas. Me armé un plan rendidor para cubrir los almuerzos y las cenas de la semana entera. Una ollota de guiso y harina para hacer chapatis. La penumbra de la casa me invitaba a dos sensaciones, la reflexión y la melancolía.



Mi máquina-mente es una locomotora humeante que juega a descubrir carriles inciertos. La danza del azar me incita y me seduce una y otra vez. No puedo controlarlo todo. Ni siquiera sé si volverá o no la luz la próxima semana. Entonces de nuevo, agitaré y lanzaré los dados.



El fin de semana volví al refugio y me dispuse a emblanquecer los objetos blancos, a colgar y descolgar la ropa. A guardar los vasos de plástico con los vasos de plástico, a amontonar las sillas unas encima de otras. A rescatar los toallones de los bordes de las camas y lanzarlos al lavarropas, a diluir los productos de limpieza para que duraran más. A quitar las pelusas de la centrifugadora. A quitar los pegotes de membrillo de la mesa y de los bancos largos. A abrir y cerrar candados, a guardar los cubiertos olvidados por el piso, a juntar las colillas de cigarro y de tabaco ocultas debajo de las camas. Al parecer, el número de refugiados se había acrecentado, así también la suciedad. Uno de los nuevos usuarios era artista plástico, del crayón y no sé qué más. El cuarto tres se encontraba repleto de imágenes nuevas colgadas con cinta adhesiva por las paredes. Los rostros de los personajes suspiraban o gritaban cosas sobre el virus, sobre el hambre, sobre la desolación, o eso era lo que yo interpretaba. No conocía demasiado de la vida de los usuarios, pero lo que sabía me alcanzaba para ponerme peor. En la heladera habían dejado apartada una vianda con una hoja pegada encima que decía: “esto es pal Nelson, guarda que tiene el virus”. A cada rato llegaban al portón para pedirme agua o desearme buen día, buscaban conversación, me preguntaban si tenía hermanos, si tenía novio. Me invitaban a salir, me decían que hace tiempo ya no andaban en la mala, que les estaba por salir un trabajo, o una casa, o un arreglo diosificado con el universo, que todo iba a cambiar. Que estaban cada vez mejor.






Algunos de ellos habían sido momentáneamente recluidos en un estadio, aguardando las respuestas de análisis sobre el virus. El resto bromeaba al respecto, algunos no entendiendo bien qué habían hecho para recluirlos, otros ocultando su preocupación, su gripe, sus ganas de toser. Luis Bravo había dado positivo y no aceptó ser apartado para tener un tratamiento en el hospital, se fue a la calle y desde arriba mandaron a desvincularlo del refugio, por lo tanto estaba completamente prohibida su entrada al establecimiento.



En la tarde del sábado me encontraba caminando en círculos, aferrada a la escoba, melancólica, con la música sonando alto en mis oídos. De pronto, desperté del ensueño en el que venía transitando y predispuse la energía que quedaba, escondida en mí, a acelerar el ritmo para culminar las responsabilidades. Terminé las tareas de aseo antes de tiempo y me senté con una taza de té, próxima a una de las ventanas que daba a la calle. Coloqué el libro de Bolaño encima de mi falda y descansé mis ojos de flecha sobre su tapa dura durante veinte minutos o más, sin pensar ni distraerme con nada. Sin mirar siquiera, solo detenida en el tiempo, extraviada en una órbita lejana. Las mismas diez últimas páginas aguardaban mi regreso, pensaban quizá, que al abrirlo en dos, sus letras verían mi rostro de gafas, decorado por un cielo azul de playa. Todo no lo puedo controlar. El regreso de la contractura, de lo inmóvil, la densidad de la ciudad sobre mí, los edificios cada vez más altos, el ahogo, el barullo. El recuerdo del reparo de mi cuerpo en la mar se estaba yendo. Como si todo hubiese sido un sueño, como si nunca hubiera ido detrás de mi bienestar. Como si siempre me encontrara trabajando.



Minutos antes de partir del refugio, resuena como un eco lejano la voz de Luis Bravo gritando desde el portón. Saludando y agitando los brazos. Diciendo que necesita pasar. Quiere ducharse porque le estornudaron en la cara y teme haber sido infectado. ¿Cómo le explico a este hombre que su examen dio positivo?



Yo estaba sola, como cada fin de semana. Podía darle agua o alcanzarle papel higiénico, no mucho más, alguna fruta si había sobrado en la mañana. Creo que sintió mi preocupación, mi voz estaba acomplejada, mi andar fue lento, dudoso. Entonces estiró su brazo entre las rejas para darme una botella de plástico cortada. “Poneme detergente acá, si me lavo la cara se me va”. Sostuve con mis manos enguantadas su botella cortada unos instantes sin poder dejar de mirarlo, no tenía nada para decir, pero mi cuerpo estaba contracturado, de pe a pa. Mi cuello se estiraba, mi garganta entrenudaba bollos de saliva y de culpa. Mis ojos se tornaron vidrio y escondí mi cara observando el piso hasta darme la vuelta, y caminar lentamente a la cocina para llenar su frasco de jabón. El pánico se acercaba galopando, fuerte y decidido para derribarme. Me sudaban las manos, el tambor de mi corazón repicaba cerca de mis oídos. ¿Explotará? ¿Quedará todo rojo lo blanco? No quiero volver a limpiar. Coloqué tanto detergente como entraba en el tarro. Volví para entregárselo, casi que actuando por inercia, aguantando el llanto. Luis se había puesto unas gafas de sol y posaba y modelaba detrás de la reja preguntándome cómo le quedaban. Los había encontrado tirados en una volqueta cerca de 18 y la calle de la esquina. ¿Por qué estás tan feliz por la hazaña? Pensé preguntarle, pero no lo hice. ¿Qué pensás de la muerte, Luis? Tampoco le pregunté. Insistió e insistió, sonriéndose y modelando, hasta que le dije que le quedaban muy bien. Creo que le dije eso, yo no pude escuchar mi propia voz. Todo no lo puedo controlar. No debí haber perdido la costumbre de salir a correr. Entonces bromeó, no sé con qué cosa, e hizo un ademán con sus manos, doblando cada uno de sus dedos, los diez, de dos en dos. Con las manos en paralelo, como quien empuja una ficha de dominó y derriba las próximas cuatro, a la altura de su cara. Hasta dejar en silencio sus dos manos, cerradas, mostrando los puños. Y sostuvo unos segundos sus puños allí, en alto. Como quien cierra un concierto en una orquesta sinfónica. Final del acto. Pensé en prestarle mis dados, pero ya no estaban en mis bolsillos. Y ante mi silencio, tomó la botella cortada con detergente y se perdió de mi vista, pero antes me dijo: “Sos mi chica favorita del mantenimiento”.





 



El texto recitado por Mardou:


 





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