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  • Diego De Ávila

Ismael (I)


Este va a ser un libro sobre Ismael. Hecho de recuerdos. Y sugerencias de su rostro (que recuerdo bien). Contiene una escena de mi padre y él en la mesa exterior de un bar andrajoso, donde mi padre una vez trabajó, e Ismael visitaba: para beber con mi padre. El whisky de Ismael tiene dos hielos y los dos están partidos. Pide a mi padre explicaciones. Las que mi padre tiene son abstractas; ha culpado a las circunstancias de su propia naturaleza, a Ismael, e Ismael, naturalmente, no lo comprende. Sufre de un ardor nuevo. Una manera inesperada de sufrir, un sufrimiento con desorientación. Es como si se hubiese quedado ciego en la casa de un amigo. No sabe dónde están las cosas.

***

Pero pasaron un montón de cosas antes de que llegáramos a este punto.

***

La familia de Ismael, su esposa, su hija y sus perros, eran amigos especiales de nuestra familia. Para ser exactos, mi padre era amigo de Ismael. Es el único que concurre a una comida en casa mientras que afuera se desata la tormenta, los postes de luz atraviesan la calle, cables eléctricos se balancean cerca de cortinas metálicas, y por supuesto que mientras hay oscuridad, muchísima oscuridad cerrada tomando el barrio y gran parte de la ciudad. Entonces aparecen los focos de la camioneta de Ismael en el portón de la entrada. La camioneta sube y baja los desniveles del patio y mi padre sonríe junto a la ventana mientras revuelve una olla puesta sobre el fuego de la estufa a leña. Pedazos de cerdo, papas, zanahorias (son los colores que yo veo flotando en todo eso), que viene preparando desde la tarde, antes del comienzo de la tormenta, para por lo menos cinco familia invitadas. Mi viejo se apoya en la larga mesa de la cocina y dice: es el único que va a venir.

El entorno suena con un acento épico, pero lo extraño es que dicho entorno solo parece una personalidad indiferente de la naturaleza. Debajo de la lluvia inclinada por el viento, Ismael y su familia bajan de la camioneta y él camina unos pasos con lentitud y se recuesta contra el capó, sin siquiera ponerse la capucha de la campera. La camisa un poco desprendida, el cigarro siempre encendido en la boca como si no pudiera dejar de calarlo, y un sonido extraño y afónico que proviene de su pecho se proyecta al interior de la casa. Se está riendo. Lo único que puede verse con claridad en la extensión del patio es su boca iluminada por la brasa del cigarrillo. Parece un policía muy peligroso que acaban de meter en la cárcel, y que está encantado. Mi padre ni siquiera se acerca. Sirve con naturalidad vasos de caña para los dos. Y esa naturalidad, a modo de saludo, es todo lo que demuestra.

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Esa noche, como cualquier otra parecida, sería una noche larga. Era imposible que terminara antes de las seis de la mañana.

Podía ser que cenáramos pescado, aunque no era lo más común. Y si sucedía, se bañaba en crema de leche y especias que en vez de plantas parecían partes de animales. Pelos finos y rosáceos que flotaban, junto a pelotas grises y un polvo que a veces se veía emerger del hervor coloreando brevemente la superficie de la olla antes de abrir el caldo y desaparecer. Pero por lo general sobre la parrilla o la marmita o el horno echábamos carne que mi padre e Ismael habían cazado durante el fin de semana.

Mi padre era quien mejor dominaba el rifle, pero ambos dominaban a la perfección el silencio. En alguna ocasión me llevaron con ellos al campo profundo, y los observé mientras un carpincho correteaba cerca del río, sin estar seguro de cruzarlo. Lo único que sonaba en la noche era su respiración húmeda y preocupada a casi 15 metros de nosotros. Mi pelo se movía en la brisa, soltando un pequeño rumor y mi padre me miraba ordenando que lo sujetara, y no había (era admirable) en ese ligero torcimiento de cabeza, en la manera en que sus músculos se contraían para que los ojos asumieran una actitud violenta de reproche, ni siquiera el sonido elemental de los huesos cambiando de posición: yo amaba su talento.

La que sufría esas cenas (por fuera de los niños, que luego de las 4 de la mañana habíamos agotado los juegos y las rondas de chistes, y hasta insinuaciones sobre asuntos privados de la casa, pero teníamos terminantemente prohibido retirarnos a dormir) era más que nada mi madre. Solo podía soportar la carne de vaca, a todo lo demás lo vomitaba. Durante la comida apartaba a un costado del plato todo lo que le parecía extraño. Aunque sin embargo sí se bebía el caldo mezclado con las verduras, como si nada de todo aquello se hubiese despegado de la carne. Así que mi viejo se divertía con el asunto y durante las cacerías se encargaba de atrapar lagartos, arañas o animales de pantano para cortarlos y hervirlos en la olla y solo luego de terminar la cena confesar: ¿vos sabés, mi amor, lo que estuvimos comiendo? Mi madre, como si se hubiese encendido una hipnosis, se atoraba y caía de rodillas, arrastrando con el mantel platos y botellas que la rodeaban en una extraña posesión maléfica, que en realidad eran las palabras de mi padre recorriendo su organismo.

Mi madre no llevaba bien todo este asunto. Ni siquiera los fines de semana familiares de carretera. Había algo en ella que se resistía a viajar, y aunque bastaba con subir a la camioneta y encender el motor para que el viento del fin de semana le enrojeciera la cara y la hiciese sonreír, el camino de la puerta de la casa hasta el portón era de inmenso sufrimiento. Ella amaba la rutina como un espacio de desarrollo personal: el orden de las tazas en el armario; la caída suave del sol a la mañana, ligeramente distinta a la del día anterior, por levantarse ella a la misma hora; el correteo de nuestra pequeña perra Chili cuando pasaba cerca de la ventana: ella lo sabía todo, si la perra se había asustado, si había salido en pos de un auto en la calle, si quería entrar en la casa para parir (estaba embarazada), o si solo practicaba ejercicio. Pero cuando Ismael estaba en casa durante un rato le pasaba que no podía encontrar su taza negra de tomar café, aunque la taza estaba exactamente donde debía estar. Un desplazamiento ocurría, la embriagaba la sensación de un viaje, y los objetos y acontecimientos de la casa se resentían.

Una vez en camino, disparándose las ciudades a nuestras espaldas, el asunto cambiaba, la casa quedaba lejos y ella tenía la sensación de haber despertado de un sueño. Como si nunca se hubiese casado ni construido un hogar sino que siempre hubiese vivido en las carreteras.

***

Es extraño pero, acostumbrado a la organización minuciosa de la casa, a mí también me pasaba lo de los cubiertos. Ismael, cuando llegaba a casa y usaba un vaso, la taza, la olla, los cuchillos, siempre los regresaba al lugar equivocado. O no exactamente. No los dejaba tirados por ahí (lo cual hubiese estado bien, porque mi madre, al verlos, los regresaría a su lugar) sino que los dejaba en el lugar correcto pero con un orden inapropiado, o más bien un orden nuevo, que hacía al aire que los rodeaba infeliz.

***

Una vez que subíamos a las camionetas para irnos con ellos de cacería la luz durante 550 kilómetros resbalaba del parabrisas por una enredadera de resplandores que se sucedían a gran velocidad. Un espectáculo de psicodelia incómodo; no estaba seguro de cómo funcionaba, pero parecía que cualquier cosa podía pasar. De todas las maniobras de circo que mi padre e Ismael ejecutaban en esos momentos mi favorita era la de las botellas: un envase lleno de caña, limón y azúcar, que mi padre sacaba por la ventanilla de su camioneta, estirando el brazo peligrosamente; Ismael pasaba a su lado, a noventa kilómetros por hora, y se quedaba con la botella hasta que diez minutos después, bajo la operación inversa, casi en el mismo gesto de limpiarse la boca, la regresaba a manos de mi padre. En ese segundo en que uno de los vehículos quedaba en compañía del otro, una sombra repentina nos bañaba. Como una sordera. La parte más fresca de la aventura iba a empujarnos al vértigo, pero uno de los dos aceleraba y la claridad del viaje aparecía otra vez.

Otra prueba interesantísima era: el atropellamiento de coches pesados. Ante la fiebre de la situación, el sudor en las manos y los cassettes de folclore gritando la vida sufrida de los campesinos, la situación conformaba un éxtasis, pero de muchísimo dominio. Ese mismo dominio dirigía el volante, y a veces era Ismael que encerraba autos pequeños, de familia, hasta que se salían de la carretera (igual que Ismael), y mi padre se apresuraba a estacionar su camioneta en una zanja, como si hubiese caído ahí, y correr hasta el auto de Ismael para meterse por el lado del acompañante, pasar por encima de su amigo, y salir por la puerta del conductor: le encantaban las buenas oportunidades. La pelea era corta, salvaje. Los tipos que caían en la trampa no tenían ninguna posibilidad. Tanto mi padre como Ismael contaban con una espalda curvada por músculos sobresalientes, y una fuerza sobrehumana, producto de la situación. Mi padre era adepto a recibir golpes y sonreír; más que ganar la pelea le gustaba ver el avance de la desesperación en su enemigo. A Ismael le gustaba ser rápido. A veces corría y antes de que el conductor del otro vehículo pudiese terminar de sacar el cuerpo, Ismael lo devolvía dentro del auto y el hombre caía con la nariz rota sobre la falda de su esposa.

Foto: Lucía Persichetti

Tengo que admitir que otras veces mi padre perdía —aunque nunca una pelea—. Era cuando aquel éxtasis resbalaba del volante y no parecía que mi viejo supiese demasiado bien lo que estaba haciendo. Los botones de su camisa a la altura del pecho se tensan. Algo pasa en ese momento. Yo entonces también pierdo altitud; me siento secuestrado en un presente interminable. Un camión de tres vagones aparece en la carretera. Minutos después todo va a volar por el espacio, pero no va a volar lejos de la detonación sino todavía más cerca, hacia la parte claroscura del sol, casi por un momento azul, y después por un momento todavía más pequeño, blanco como pocas cosas en esta vida, y luego nada más, como si nos estallara una escopeta en la cabeza.

Nuestra camioneta da vueltas y vueltas y se detiene justo en la mitad de un campo de flores.

La ventanilla da en el piso. Una flor, que se mete en el auto, le rasca a mi madre la nariz. Todos colgamos de nuestros cinturones y tenemos que trepar y salir por el lado del acompañante. Sí, mi padre también. Estaba tan enfurecido que solamente podía gritar. Se fue a correr durante largas horas por la carretera tratando de alcanzar el camión que por supuesto ya se había perdido hacía mucho rato en la blanca y suave línea del horizonte.

***

Ismael tenía tres dogos argentinos, perros de campo, idiotas y temperamentales, perfectos para cacerías. Durante algunas semanas esos perros vivieron en mi casa. Algo que tanto Ismael como mi padre compartían —parte de una integridad masculina— era la omnipotencia frente a perros de todo tamaño: luego de las mordidas, de peleas en verdad salvajes, de palizas intempestivas aplicadas con lo que hubiera a mano, por ejemplo, una lámpara de pie, con el perro aún buscando la parte blanda de la pierna, venía el descenso, los ojos sin sentido cada vez más desconcertados y esa insatisfacción animal de no comprender lo suficiente: quedaban rendidos ante la lámpara de mi padre, enceguecidos por una nueva luz. Y ese halo invisible, sin colores, un círculo del mundo de los perros, se extendía al resto de la familia. Con el tiempo mi padre simplemente los miraba. Ellos sabían, en una extraña comunicación, no lo que pensaba, sino qué matiz tenía, si era festivo, o si el concierto se había cerrado y algo andaba mal. Emprendían una sabiduría particular: no tenían la culpa de nada hasta que mi padre los miraba. A veces se responsabilizaban por sí solos de cosas inauditas. Abrigaban disposición. Mi padre perdía una suma grande de dinero en un partido nocturno de Truco y el amanecer mostraba su rostro degradado en un gris claro, peligroso, y los perros (jamás se escondían o escapaban) se acercaban a saludarlo con la cabeza contra el pasto, preparados para entender la bienvenida como un acto impertinente, completamente a cargo de la impertinencia, dueños de una maravillosa misión.

***

Ahora ese pasto se degrada igual que una película deteriorada que cuenta cómo cuatro perros dogo muy peligrosos de Ismael que se quedaban en casa matan a mi perrita Chili, una mascota de la infancia, una que yo quería. A su consecuencia, el mismo Ismael se encargaría de infringir a los perros una paliza terrible con una pala de dar vuelta tierra. Lo raro fue que antes de eso mi padre se negó a castigar a los perros hasta el regreso de Ismael, a quien le correspondía, porque era el dueño, aplicar una represalia de esa magnitud. Ismael llegó tres días más tarde. Cuando se enteró de lo sucedido ató a los perros a un árbol con una piola pequeña y se paseó misteriosamente con la pala. Yo me acuerdo que lo vi desde la ventana, sin satisfacción, porque me pregunté qué tendría eso que ver con el asesinato de una perrita (yo pensaba que los iban a matar de un tiro o algo así), y cuando los empezaron a golpear y chillaron, me pregunté algo distinto: si sabrían ellos por qué cuernos los estaban golpeando. Habíamos tenido tres días muy holgados de paz.

El viento movía la cuerda del patio y las sábanas lavadas se extendían en las ramas de los árboles. Los animales lo más que hacían era levantar la cabeza. Hubo sangre de Chili en el pasto durante los dos primeros días, pero el rocío la cristalizó y el sol la quemó sobre el agua. Muy pronto ya no estaba más allí. Los perros entonces fueron amarrados al dolor de un laberinto: la pala se les hundía en las costillas y ellos aullaban como elefantes, porque eran enormes, pero luego la pala les bajaba sobre el lomo y la cabeza tendía de la cuerda, a pocos metros del suelo, que un nuevo golpe volvía a levantar. Los perros se callaban. Hundían los ladridos en el fondo de la cabeza, y abrían los ojos encandilados, entendiendo de pronto que ese no era el camino, así que lo intentaban de nuevo: tiraban tarascones al aire, lejos de su dueño y también lejos de los árboles y del filo de la pala, como si pudiesen correr la cabeza hacia otra dirección, como si solo estuviesen pensando en eso, y un golpe nuevo los devolvía a su lugar: un espacio bruto de indeterminación. El laberinto se había puesto silencioso y a cada momento se desdibujaba y perdía forma y color: por los andariveles se caían los perros, para volver a subir a un sitio que no tenía hogar.

Y aunque pueda parecer caótico, no sucedió todo esto al mismo tiempo. Era así: primero castigaban a uno, y a pesar de que el laberinto lo volvía loco y gemía, los demás esperaban su turno. La confusión se iba una vez que se iba el dolor, así que luego que Ismael terminaba con uno de ellos, lo que hacía el perro era simplemente echarse y esperar. Transpirar copiosamente. Y el agua se disolvía en el pasto.

Al segundo siguiente (yo estaba del otro lado de la ventana y todos los objetos se encontraban en el mismo lugar) era como si nada hubiese pasado.

***

Mi perrita Chili estaba a punto de tener cría. Creo que no podía faltarle más de una semana. Habíamos limpiado la estufa de la casa, y sin cenizas ni leña vieja (esa estufa no se limpiaba nunca) había cobrado la apariencia de una madriguera perfecta que mi perra de inmediato interpretó. Se metió allí el primer día que vio el lugar envuelto en mantas. Durante dos semanas casi no se movió, y su barriga subía y bajaba con la respiración de una hoguera interior que se aviva cada vez que el aire se le metía por la nariz.

Quizás cuando salió y traspasó los límites del terreno donde orinaba todos los días y se adentró más en los árboles del patio delantero de la casa, encontró esos dogos y se dijo algo así como: qué diablos está pasando aquí, o sino quizás pensó que eran autos extraños o cosas que no correspondían, y ladró. Creo que fue rápido, la destrozaron enseguida.

Yo no entendía muy bien qué sentido tenía todo aquello, la muerte de la perra, la paliza de los perros, la pala en la mano de Ismael, solo veía la correspondencia lineal de la violencia: todo como un llano prado de motas verdes que no se levantaban del piso a causa de la exuberante, dramática linealidad de la situación. Era como un campo donde nada podía crecer. Del otro lado de la ventana el sol se ocultaba y salía detrás de unas esponjosas nubes de verano. Vi cómo Ismael arrojaba la pala a un costado, daba la vuelta a la casa y abría el portón del fondo. Se me antojaron ganas de prepararme una cocoa fría (no tenía permitido usar la hornalla del fogón, solo entreverar ingredientes) así que me metí en la cocina y busqué las tazas y la leche. La luz que entraba por la ventana del baño se detuvo ante la figura de Ismael que pasaba por el fondo de la casa, y al minuto siguiente apareció en la puerta de entrada otra vez: Horacio, apurate, tu padre no va a llegar. Yo te llevaré a la escuela. Se fue a esperarme dentro de la camioneta y a los pocos minutos comenzaron a sonar los bocinazos porque yo me demoraba y me demoraba.

No podía encontrar mi taza por ninguna parte.

 

La primera entrega de Ismael recitada por Diego:


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