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  • Matías Larramendi

Estilo pecho


Llueve. Estoy en la parada esperando el ómnibus para volver a mi casa. Ahí viene. Dirijo la punta del paraguas abierto en dirección a la calle por las dudas de que el chofer sea un hijo de puta. Pienso que va a seguir de largo y que, al pasar con su enorme pata de goma sobre el agua sucia, terminará por empaparme. Eso no sucede. Desacelera lentamente. Con delicadeza profesional, acaricia el charco estancado y detiene el vehículo al lado de la acera. Abre la puerta. Avanzo hacia ella para subir. Una vieja con la espalda encorvada me gana la posición por la izquierda. Trato de recuperar la delantera, pero me pega un codazo y apoya el bastón en el suelo, del lado derecho, y su paraguas del izquierdo: estrategia infalible. Sube primero. La sigo de cerca respirando en su nuca. Tengo ganas de jugar sucio, de hacerle una zancadilla desde atrás. Me abstengo. En parte porque compruebo que hay asientos con ventanillas disponibles. De hecho, el ómnibus está completamente vacío y eso me pone de buen humor.

La vieja tiene nariz ganchuda y usa el uniforme oficial de quienes tienen 100 años o más: un vestido deprimente estampado con flores de naturaleza muerta. Muestra la tarjeta de jubilados —que le sirve para viajar gratis— con la impertinencia que caracteriza a las personas de esa edad. Un amigo me explicó que los ancianos viven con miedo a morirse en cualquier momento y quieren terminar todas sus acciones en el mismo instante en que las emprenden. También me dijo que piensan demasiado en el futuro, lo que repercute en espinas dorsales arqueadas: la cabeza se coloca delante de sus pies y así el cerebro aventaja los pasos que dan.

La mujer le reclama al guarda que el chofer estacionó demasiado lejos del cordón, que antes la parada estaba más cerca de su casa, que nunca respetan el horario, que la tarjeta de transporte funciona mal y que en la dictadura no pasaban esas cosas. Él la mira a través de sus lentes de sol. Es de la especie de los que se limitan a gruñir. En su idioma todas las frases se le parecen. Si su respuesta tuviera subtítulos, la traducción sería: “Would you like to go to the rambla and eat some tortafritas or something after my shift?”. Mientras la invita a salir estira su mano derecha —la hábil, la de contar monedas— hacia atrás y se rasca el principio de la raya del culo que asoma por el vaquero. Después mete esa misma mano por debajo de la camisa y se estira con esmero unos pelos enrulados de la panza, justo al lado del ombligo. La vieja parece no entender ni el gruñido, ni los subtítulos, ni la rascada de orto, ni nada. Al final se limita a pasar y ubicarse en el asiento destinado a las personas con discapacidad física o a las embarazadas. Las embarazadas con discapacidad física son las que tienen más derechos en todo el universo. Yo también pago. El guarda me gruñe y quiere decir “Gracias” (esta vez los subtítulos están disponibles en español). Me detengo unos segundos antes de elegir el lugar donde voy a hacer el viaje. Es una decisión importante. Sería insensato tomarla sin considerar todas las implicaciones. Pienso en abstracto. Por un lado tengo: delante vieja gruñidos subtítulos. Descarto. Por el otro: fondo bajar rápido asiento súper alto mejor vista. Camino. Me siento en el trono. Trato de abrir la ventana. Está trancada. Sigo intentando. No abre. No puedo viajar así, encerrado, todo claustrofóbico. ES LA LEY. Me desespero. Sudo igual que las gotas que recorren la ventana, ¡la ventana que está cerrada! Siento su mirada, la vieja me observa y desde sus ojos destila olor a polillas combatidas con aerosoles que lograron sobrevivir al apocalipsis de químicos y naftalina, y se ríe. El guarda gruñe y no necesita subtítulos: se está riendo. El chofer, ese deferente conductor que se detuvo sin mojarme, ahora cambió de bando y también se ríe. Todos se aliaron en mi contra.

Ilustración: Marcos Medina

Emprendo una acción riesgosa: decido ir a uno de los asientos del medio. ¡Sí, ya sé!, si se llena va a ser muy difícil bajar, aunque es mi única opción. Eso o la muerte. Me deslizo hacia el medio, las risas suben de volumen y crecen de tamaño, siento cómo los transeúntes, desde afuera del ómnibus, me señalan y se suman a las carcajadas. Me queda poco tiempo. Extiendo el brazo hacia la ventana, agarro con fuerza su oreja y tiro hacia atrás. Las risas ceden. Respiro hondo. La ventana está abierta. Regulo el espacio hacia el exterior para no mojarme demasiado. Logro la apertura perfecta. Me entretengo con la poca agua que salpica mi cara. Sube un hombre a vender. Le pide permiso al guarda. “Grrrrr”, responde este. Y ahí va: “Damas y caballeros que viajan en este medio de transporte capitalino…”. Ofrece pilas, peines, alfileres, medias cancán híper-estirables, quitamanchas para limpiarlas y estuches para guardar la cédula. Luego dice que tiene una oferta especial, saca una bolsa gigante llena de golosinas y empieza a tirar caramelos para todas partes, salta como un loco y grita: “¡Caraaaameeeeloooos áciiiiidooooos! ¡Caraaaameeeeloooos áciiiiidooooos!”. Se sube una pareja de ciegos. Le piden permiso al guarda, “Grrrr”, y cantan una canción infantil: “Sueñas el príncipe azul, niña chiquita eres tú, luna de queso tendrás”. Abordan dos veinteañeros que salieron de la droga gracias a la palabra de dios (y todo eso), piden permiso al guarda, “Grrr”, y mientras uno reparte llaveros el otro habla: “Le puede pasar a cualquiera, y en la organización, además, ayudamos a todo tipo de personas”. Para el ómnibus, abre nuevamente la puerta y ascienden una, dos, tres... 45 embarazadas. “Grrr”, exclama al guarda, y de esa manera le pide el asiento a la anciana. Yo también me levanto. Mi renuncia es insuficiente. Las embarazadas superan en número a la cantidad de asientos y comienzan a discutir. ¿Tienen prioridad las de más meses? “Grrr”, opina el guarda. La anciana discrepa sin entender lo que dijo. El chofer pone el cartel de “Expreso”, aumenta la velocidad, pasa por un charco y empapa de pies a cabeza a las personas que, en vano, levantaron su mano para detener al ahora indomable monstruo metálico. Como no hay ninguna con problemas mentales y todas tienen brazos, ojos y piernas en el lugar que corresponde, las de más meses tienen prioridad. Está decidido.

“¡Caraaaameeeeloooos áciiiiidooooos!”. “Junto al conejo tambor, blancas ardillas vendrán”. “Porque capaz que le pasa a un hijo tuyo”. Y el chofer se pasa una luz roja. Y el guarda se sigue cargando a la vieja y se toca las partes por encima del pantalón —con su mano hábil— mientras le mira las várices. Llueve más fuerte. Ya no se ve casi nada hacia afuera. Por los vidrios caen ríos interminables. Posiblemente me pase de parada. Abro la ventana un poco más para poder ver por dónde vamos, me doy cuenta de que estoy cerca de mi destino. El ómnibus se empieza a inundar y a los pocos segundos está casi lleno de agua. “¡Caraaaameeeeloooos áciiiiidooooos!”. “Cuando despiertes del sueño, ya no tendrá luna el cielo, debes buscar ese beso”. “Porque vergüenza me daba antes”. Nado estilo perrito hacia la puerta de adelante, que es la que tengo más cerca. Como preveía, es un trayecto difícil. Tengo que esquivar a las embarazadas, al caramelero que sigue arrojando las golosinas —que ahora flotan por todo el lugar—, a los muchachos que salieron de la droga —que continúan con su reparto de llaveros— y a la pareja que sigue cantando y no se le entiende nada. Ya estoy al lado del guarda. Me doy cuenta de que olvidé mi paraguas en el asiento. Ya es demasiado tarde. Estoy muy cerca de la puerta. Sigo. Logro descender del ómnibus, emprendo el recorrido hacia mi casa, esta vez estilo pecho, y me prometo que, la próxima vez que llueva, haré todo el trayecto nadando.

 

El cuento recitado por Matías:


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