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  • Diego De Ávila

La comedia solitaria (II)


Pienso en grande, y tengo una idea específica de lo que quiero hacer; guío los pasos hacia el camino indicado y los árboles, sin embargo, me salen al encuentro, muy pronto ya no sé a dónde voy. Ocurre también cuando dispongo la mirada: solo nubes y espacios amplios donde levantar vuelo. Y luego una oración demasiado corta, de esas que se entienden enseguida, y no la entiendo. Solo arriba está despejado. Los pájaros abandonan mis problemas. Me olvido de ellos con la jardinería.

Estoy reviviendo un melodrama clásico. El estacionamiento de las expectativas en el recuadro del comienzo, porque es hora de comentarlas.

Me parece haber escuchado muchas veces en los cuentos de los niños de la calle, en la mayoría de los diarios de derecha, cosas de este tipo. Un hombre que se prepara. En los discursos políticos: ese hombre hace algo, en cualquier momento. Una vez me pasó que caí enamorado: algo iba a pasar. En la casa de estudios estaba a punto de terminar el año. Era una joven expectativa que reptaba y meses después encontraban flotando en el arroyo Miguelete. Siempre se detenía en la penúltima ocasión antes del arranque, antes de la primera brazada, como un revólver cargado, siempre en la cadera del mejor tirador. Ese auto ocupado por una familia que se balancea en un centro extravagante, en los últimos granos del precipicio, pero que no se cae, como la expectativa siempre alegre de unas terribles vacaciones, me necesita. Empezaré de nuevo en cualquier momento. Es de nuevo el año de creer en mí.

Es catorce de enero otra vez, desde la última vez que me moví.

Luego cuento con el peligro, y me parece confiable. Sé que puede desaparecer al tiempo que pienso en mi propia desaparición. Por supuesto. Lo que desaparece es el fuego con el que iba a quemarme de un momento a otro. Era mentira. Al irse no deja siquiera ni el verdadero calor que daba. Esto representa una idea sobre suicidas bastante televisiva: caen desmayados, con un indicado alivio del espectador, antes de finalizar el número de comedia en el que simplemente caminaban raro o se tendían en el aire. Cuando despiertan, las cosas son peores que antes. Tienen que dar explicaciones a su familia. La mujer con la que se acostaban, de repente, ya no los quiere. ¡Divagan como si no supieran de qué hablar! Y el color de los espectadores está encendido. Quieren ver más, igual que un hombre desubicado que sigue adelante, que piensa otra vez en el asunto (¿y no es lo mismo esa pareja que se ama y va y viene del primer beso durante las primeras cuatro temporadas de la telenovela? ¿Y por qué no hablé de eso, entonces?). Ese fuego crece de nuevo, como en el medio de dos ventiladores.

Es catorce de enero a la tarde. Hace mucho calor.

La idea era darme cuenta de algunas cosas, pero no había manera con esta luz. En silencio, quien tiene fuego, puede simplemente pensar, y eso es lo que hace y no cambia ni al salir el mediodía de una noche estupenda, cuando las frutas del mercado inician el terror. No existe nada como esto bajo la luna llena. Yo mismo, cuando era niño, dormía con la luz prendida y no vi cosas así, ni siquiera cuando prendía la tele para que hubiese todavía más luz y venían los alaridos y los ruidos de cadenas de las películas de medianoche; había que ser todavía intenso y esperar que el sol juntara cosas, y que fuese verano, para sentir un golpe que te empujara hacia atrás. Como si amaneciese más temprano.

Foto: Lucía Persichetti

Pasan animales de caza durante noventa minutos y la palangana de frutas resplandece con su rapidez. Es algo que me pongo a decir. Que se me hincha la espalda, de tan solo quedarme esperando, y veo claro, al tensarse mis arrugas y sentirme jubiloso, que voltean la dirección y vienen todos a mi encuentro. ¿Cómo festejan los cazadores cuando han encontrado el camino? ¿Se detienen a festejar? ¿Hasta cuándo, hasta la mañana siguiente?

Aguardo el momento indicado, pero no para ganar tiempo. El sol todavía no se oculta, y por momentos el día se pone borroso a causa de la fricción que enfrenta: solo sabe hablar de Dios y de enredaderas, y cuando se pone con un silbido, como si lo hubiesen despegado del agua, yo estoy comiéndome una manzana, haciendo una cosa pequeña frente a un espectáculo pequeño. Aplastando gusanos con solamente caminar. No puedo enfrentarlo sin vergüenza; por lo menos una ridícula. La mascota de un vecino lo vio todo desde el jardín y me clava la mirada, inquisitivo. Me abruma el hechizo de las plantas cuando hablo mucho sobre jardines. Por qué vuelven los perros a los jardines. Estas cosas no se entienden en el campo. Por lo que me demoro en volver, también me demoro pensando. Y camino despacio por culpa de mis imprudencias.

Quiero que las cosas se hagan fuertes y brillantes.

El verano, cruzando entre los animales, le pega en la cara a mi mascota, un tal Perro de las Casas, quien se echa hacia atrás y me mira con ligereza (más de la que por lo general le permito) mientras disfruta del pasto en la nuca; se le nota. Me dice: eres un pibe muy agresivo. Te hacés muchas preguntas. Nadie está al tanto en este momento. Y te preguntas por una palangana de sapos y lagartijas, y por supuesto que de Dios y de enredaderas, se ve que conoces bien el terreno, sos como el muchacho que enseña aquella vieja canción. El pelotudo habla de una canción de parranda. Y sigue así durante noventa minutos. Solo cuando se calla conseguimos retomar nuestro camino, vamos a una reunión con los amigos, van a describir columpios en una sala amplia debajo de la tierra; estos dos, le prometo a Perro de las Casas, llegaremos allí. Perro de la Casas —me dice él mismo— participará en esa conversación.

Fuimos esparciendo semillas y algunos de los animales, principalmente pájaros, bajaron y las destrozaron con sus patas. Quedaron tan enfervorizados que incluso luego se trenzaron en pelea hasta terminar cubiertos de un fluido apestoso, que era sangre verde de animal. Y comíamos algo más, una sandía esta vez, y seguíamos haciendo lo mismo, pero no exactamente igual, sino con la precisión del resentimiento, y por supuesto que también volvíamos a hacer lo mismo después, no queríamos dejarlo ir.

Era tarde: entramos y los amigos mantenían la luz prendida como una especie de babosa a la pared. Y el cuarto estaba repleto de una oscuridad refrescante, que se nos diluía en el hombro. Nuestros amigos se reían de nosotros, porque ellos hacía ya un buen rato que estaban allí y se habían acostumbrado. Pero la verdad es que era una velocidad estresante, una pelea, si se quiere, en un ring de dos metros: era difícil acostumbrarse. Me sentía peligroso. Cuanto más abajo en la tierra más cerca están unas cosas de las otras. Me saqué la remera. Se me habían empapado los hombros y me bajaba un hilo de agua por la espalda.

Uno que se destila, y el río se enfría en un poderoso proceso de cromado. Nos encontramos en el centro y pudimos hinchar el pecho, nos recogimos el pelo, parecía que íbamos a abrazarnos o a ponernos a bailar, y un parlamento me tomó desprevenido: Perro de la Casas no estaba allí. Un pintor amigo lo anunció a los gritos. Lo cual me embargó de un mal presentimiento. Nadie quería decir nada, pero sabíamos que tarde o temprano alguien tendría que hablar y decidí hacerlo yo; con los pulmones transpirados, haciendo flexiones, dije que no era fácil tenerle confianza, y que siempre había dicho que todos estábamos perdiendo la cabeza. Que debíamos deshacernos de ese bicho. Y seguí hablando y hablando cosas desagradables sobre él hasta que no pudo evitarlo más y apareció otra vez. La cara empastada, el cuerpo liviano, ni una sola ceja destinada a la expresión: parecía un ángel del cielo. Y nunca quería perdonarme. Yo estaba contento de que estuviera allí.

 

El cuento recitado por Diego:


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