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Tres sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par

Quino y las tiras de náufragos


Federico Giordano




Quinoterapia

Joaquín Salvador Lavado (Mendoza, 1932) siempre será mejor conocido como Quino, el padre de Mafalda, la niña contestataria, amante de los Beatles y activa militante por la paz y la abolición de la sopa. Sin embargo, las tiras de Mafalda se crearon entre 1964 y 1973, permitiéndole descansar después de ese tiempo, como hicieran Bill Watterson con Calvin y Hobbes, y también Charles Schultz, en su testamento, con Peanuts –conocida como Carlitos o Snoopy en español–. Por lo tanto, Mafalda fue solo una parte de una prolífica producción, completada y ampliada por tiras breves independientes que se publican en diarios desde 1954 y que se han compilado en varios libros a través de los años.



Acerca de este Quino me gustaría hablar en esta ocasión, y de sus tiras de náufragos, tal vez porque son temporadas de sentirnos en nuestras propias islas y a la deriva. Para esto, recurriré a ejemplos de Gente en su sitio (1986), recuperado de la biblioteca en sintonía con ese fenómeno de exploración hogareña y de inventario de lo cotidiano al que ha dado lugar el confinamiento actual.



Naufragios

Los naufragios y sus víctimas ocupan un lugar central en nuestra cultura desde los orígenes mismos de lo que entendemos como literatura, con La Odisea, el periplo de Ulises por los mares en su viaje de regreso a Ítaca luego de finalizada la Guerra de Troya. Sin embargo, superpuesta a esta pertinencia cultural, o tal vez explicándola, el barco que se hunde es una imagen que nos acecha en el propio horizonte de nuestras vidas y la sociedad en la que vivimos. En su esencia, el naufragio es un viaje que se interrumpe desastrosamente y, muchas veces, tiene como consecuencia que los sobrevivientes queden varados en un lugar apartado del resto del mundo.



Desde el siglo XVIII esta idea ha sido encarnada por Robinson Crusoe, el personaje de la novela homónima escrita por Daniel Defoe en 1719. De acuerdo al relato de Defoe, Crusoe viviría casi tres décadas varado en una isla próxima a la desembocadura del Orinoco, logrando triunfar contra los elementos, el hambre y la soledad. Supuestamente la historia estaría inspirada en la experiencia de Alexander Selkirk, pirata escocés que pasó cuatro años en una isla desierta cercana a la costa de Chile (aunque, recientemente, ese vínculo ha sido cuestionado). Desde entonces, la figura prototípica de Robinson Crusoe ha sido actualizada por los cientos de reformulaciones posteriores, llamadas robinsonadas, entre las cuales, claramente, Quino se ubica1.



Si bien a primera vista estas historias primordialmente se vinculan con el mar y sus islas, HG Ballard ya confirmó con La isla de cemento (1974) que no hay nadie que esté a salvo de los naufragios. En esta novela, un hombre tiene un accidente de tránsito y se cae en el medio de un intercambiador de autopistas en el centro de Londres –uno de esos tréboles gigantes que apenas conocemos en Uruguay2–. Si bien la cercanía del mundo es aparente, la verdad es que nadie nota la presencia del protagonista en ese lugar. La lección es desalentadora: no es necesario el mar ni una distancia gigante para ser víctima de estas situaciones. Sin importar nuestra condición, cualquiera es un náufrago o una náufraga en potencia, y puede haber una isla, una casa o una habitación que nos depare el encierro en solitario –probando que el agua es solo una forma del decorado contingente–. Vale agregar que no existe un náufrago o una náufraga, como no existe un confinamiento, y la tentación de la taxonomía es proponer reflejos deformados en los que buscar ciertos detalles familiares, sugerencias de lectura, no verdades.



Al emprender estas búsquedas, también es importante considerar cómo distintas perspectivas críticas han sabido ver el modelo de pensamiento colonialista y patriarcal que subyacía a la historia de Crusoe y otros náufragos –hombres conquistadores “involuntarios”–, y cómo las islas de la ficción se volvían espacios experimentales para las empresas imperiales. Una duda necesaria desde nuestro lugar es preguntarnos: ¿qué requiere realmente sobrevivir en estos escenarios? Y también desdoblar ese “nosotros” de estos textos, como proponía Roberto Fernández Retamar en Calibán: ¿quién y qué representa Latinoamérica en estas historias?



Gente en su isla




Al releer estas tiras, siento que los náufragos de Quino se ven atormentados por los mismos fantasmas cotidianos que nos visitan durante nuestro aislamiento actual: en esta página el náufrago lanzó cientos de botellas al mar y ahora mira con desaliento el panorama. Lo mismo podríamos sentir en los instantes u horas sin respuesta a un mensaje de texto, los tonos de una llamada, o incluso hasta que los tics aparecen y se colorean en la pantalla (al menos quienes presten atención a estas funciones). Claire Latxague, en Quino y los chistes de náufragos3, agrega que escribiendo chistes sobre náufragos es él mismo un náufrago que se autorrepresenta en la tarea de escribir sus tiras y pensar a quienes lo leen (incluyendo el parecido físico con que se retrata el dibujante). Esta lectura nos enfrenta a la soledad de nuestras propias actividades creativas y esos posts o mensajes recurrentes que apenas cosechan algún me gusta, si es que alguna vez son vistos en las aguas de los algoritmos, una desazón amplificada cuando para muchas personas las redes sociales se vuelven el único espacio de interacción social.



Esta es una de las seis tiras que toman el motivo del náufrago entre las variadas –y sintéticas– situaciones que ocupan las 120 páginas de Gente en su sitio (desde un casamiento hasta llamar a un plomero). En las cinco se combina el naufragio con la decepción: el contraste entre una cierta esperanza y la realidad inmediata que rodea a los protagonistas. Estos no son los náufragos herederos de Crusoe. Tienen el tinte escéptico que Eduardo Galeano resumía en el Tomo II de Memorias del fuego (1984), al comparar al primer Robinson, “invicto domador de la naturaleza” de la ficción, y al “tembleque esperpento” de Selkirk. Como en el salto al que nos acostumbramos a pensar entre el Caribe de uno y el Pacífico del otro, la palmera recurrente traerá los trópicos incesantes al destino del náufrago –la conexión entre el paraíso turístico y el infierno solitario–, prometiendo la tecnología del coco que Bart augura con optimismo en un episodio de Los Simpsons con su propio naufragio. En dicho episodio los niños y las niñas de la escuela sufren un accidente en que el ómnibus se cae de un puente y llegan a una isla desierta, en adaptación de El señor de las moscas (1954), de William Golding, novela que cuestiona los idealismos de las robinsonadas acerca de la humanidad y la sociedad que podrían construir en soledad un grupo de niños (John Dollar (1989), de Marianne Wiggins, ofrece una contrapartida que visita los mismos temas, pero en la que las principales protagonistas del naufragio son un grupo de niñas). Si Bart grita “¡viviremos como reyes, sí, señor!” para unir los ánimos en disputa al llegar a su isla, algunos podemos haber pensado al comenzar el confinamiento: “Tendremos tiempo, vacaciones, no será difícil”.



Minucias




En otro caso, el enredo del hilo de una caña de pescar, agregada al despojado prontuario de pertenencias, relata la lucha encarnizada por lo que resulta ser un brevísimo pez, una mojarrita de mar. La isla, otras veces tan diminuta, se llena de pertinentes obstáculos en que se puede enganchar la línea: rocas, la palmera, el propio náufrago. Algo sencillo como la pesca –incuestionado y dado por hecho en las historias– se vuelve complejo; o, acaso, un enorme esfuerzo recibe una recompensa que se vuelve absurda –los pescadores de los dibujos animados sacando botas del mar–. Es indudable que el náufrago de Quino, con signos de desnutrición, podrá fabricar una cuerda y una caña de pescar, pero el resultado es menos unidireccional. Su cara me remite a recientes esfuerzos por preparar una comida y, entre los posteos en redes de logros admirables, los magros o irrecuperables resultados que obtenemos los cocineros menos competentes. En última instancia, más allá del aluvión de tutoriales de internet, durante el aislamiento, igual que los náufragos, nos enfrentamos al abandono a nuestros esfuerzos materiales para ejecutar los axiomas presentes en tantos recetarios certificados. Incluso con deliveries y otros recursos a nuestro alcance –con los que en un isla solo podríamos soñar–, cerrar nuestros hogares al ingreso de personas extrañas hizo que dependiéramos de nuestras manos, y de lo que efectivamente son capaces. El mundo adquirió una nueva y amenazante materialidad, las preocupaciones por el acopio y las reservas, en los que la escasez es un fantasma frecuente. Aun ese diminuto pez o un pan algo quemado son una respuesta, tanto por sus propiedades nutritivas como porque surge de nuestro esfuerzo y el náufrago necesita creer en su capacidad de hacer.



Una olla de barro y un secador

En la misma dirección, otra tira nos muestra la primera faceta del náufrago cuando recién escapa: durante una tormenta, un avión se hunde, y en el mar un bote, en el bote una persona empapada que abre la caja de emergencia; dentro, un secador de pelo. Esta nueva secuencia de razonamientos (condensada en una única página-viñeta) señala las ironías de la definición de las urgencias. Si Tom Hanks, encarnando a Chuck Noland, el Robinson por antonomasia del siglo XXI, en la película Náufrago (2000), nos enseña algo es que es mejor abandonar una parte de los razonamientos de la sociedad en la que se origina, al mismo tiempo que debe reformular todo lo que le rodea, aprender a darle un nuevo sentido instrumental. Un vestido de encaje será una red de pesca; la pared de un baño portátil una vela de barco; un patín de hielo (desarmado el mandato del par) será un hacha, un cuchillo e incluso un burdo pero efectivo extractor de dientes







Para el náufrago experiente, no existen las cosas inútiles ni el desperdicio. Podríamos pensar hoy en la creatividad no solo para hacer tapabocas con una multitud de elementos, sino también en los juegos y pasatiempos que se inventaron e inventan durante las etapas más duras de la cuarentena. El naufragio, como catástrofe, habilita una forma de mirar en que las prioridades, pero también los recursos, se resignifican. Virginia Woolf, al hablar de Robinson Crusoe4 identifica el énfasis de dar cuenta de los hechos, contar, enumerar, que la lleva a elegir la cita que da título a este artículo: se trata del escueto parte de la desaparición de los demás compañeros de viaje de Crusoe después del naufragio. Afirma Woolf que Defoe, igual que con esas prendas sueltas, nos remite a una “olla de barro” como la materialidad más inmediata y más inevitable en la que nos sume el relato de Crusoe. A través de poner en primer plano esta “olla de barro” y los hechos, Defoe “logra al final volver las acciones comunes dignas y los objetos comunes bellos. Excavar, hornear, plantar, construir –cuán serias son estas simples actividades–; hachuelas, tijeras, troncos, hachas –cuán hermosos se vuelven estos simples objetos–”.



Enumeraciones




Pero algunas cosas no quedan atrás al llegar a la isla: ciertos valores todavía imperan. Un hombre de lentes relleno le grita a otro, más flaco. El dedo extendido (motivo predilecto de Quino) denuncia una única hoja entre la vegetación isleña de otra manera meticulosamente numerada. El espíritu contable de Robinson Crusoe, de su época, de su representación de la clase media incipiente en el siglo XVIII, se refleja en la reproducción de las estructuras jerárquicas en el aislamiento, y en el absurdo que busca ordenarlo todo (o esconder el tedio en estos propósitos que van entre el entretenimiento y la obsesión). Contemplamos la industriosidad y productividad del náufrago, dándolas como una verdad a priori, un designio divino que debemos obedecer. Una versión acorde de la llamada “cuarentena productiva”, en la que costaba visualizar a quienes encontraron imposible leer o escribir una página, siquiera mirar una serie, ya no digamos trabajar todo el día frente a una pantalla, en un clima de amenaza e incertidumbre que nos asedia constantemente5. Esa productividad es la que debe ser medida como se mide todo lo que nos rodea. Contar el agua, la comida, el papel higiénico. Contar los días y contarnos de acuerdo a las convenciones sociales lo que pasa afuera y dentro de la isla –el yo de otra de las tiras que conmemora su heroico auto-rescate–. Estadísticas y números que asientan un mundo que se vuelve asible en ese espíritu tan positivista –y que el capitalismo retoma– por medir y delimitar la realidad. Cercar nuestro hogar, cerrar bien las puertas de noche y dormir con miedo a que el afuera entre, o a que algo inesperado ya haya podido colarse.







Línea de meta

Un niño pasea por un barco a vapor. Entra a la bodega y encuentra un berbiquí (o taladro manual). El barco se hunde con efectos de causalidad cómica. El niño sobrevive y llega a la isla –siempre hay una isla– con el berbiquí y una caja. Pasa el tiempo y el niño envejece. Crece la barba y el cuerpo esquelético codifica el estereotipo, la pesca apenas insuficiente es atestiguada por la caña y los huesos de pescados que nunca alcanzan. Hasta que se ve un transatlántico. El náufrago se ilusiona. El barco se hunde. A la isla llega un nuevo niño con un salvavidas y un taladro. En esta tira, la trama saturada y continua del agua deja paso a la arena blanca de cada isla minimalista, solo con los detalles imprescindibles (omitidas las palmeras incluso); islas segregadas y conectadas por el agua en un tiempo que debería ser secuencial pero se vuelve circular, ejemplificando la capacidad del ser humano de transportar una piedra para poder volver a tropezar con ella.







El final nunca es claro. No deja de ser paradójico descubrir que uno de los mayores riesgos para el náufrago es, sobre todo al comienzo, no admitir su condición: esperar todo el tiempo que la tragedia se revierta y actuar de acuerdo a un rescate inminente que puede demorar mucho. Si no es la muerte (porque esa también es una posibilidad), es la isla la que de a poco triunfará: el náufrago hará su hogar, al principio reticentemente y después comprometido. Cuando los europeos llegan a la isla de Robinson Crusoe, él ha logrado una relativa comodidad y se siente orgulloso de sus logros, que muestra a los visitantes con quienes terminará yéndose6. En diferentes grados la isla moldeará a su náufrago, y este se sostendrá en las ocupaciones de la vida cotidiana, la forma que la rutina ha ido tomando en el aislamiento –esas repeticiones y el tiempo estancado–, y ese espíritu numerador que alimenta una nimia sensación de control (como explora Jorge Fierro en “Un cerebro en cubeta”, las certezas son parte de lo que se rescinde y transforma al llegar a la isla).



Por eso, al final, un náufrago también teme la vela en el horizonte: porque es la esperanza defraudada ya demasiadas veces (recordemos el taladro). Pero también porque el rescate sería abandonar los esfuerzos, el tiempo invertido y el miedo que ha tomado instaurar una nueva, aunque precaria, paz. El náufrago de verdad no siempre sabe, pero pronto entiende que el regreso es imposible: la isla lo ha cambiado y el mundo cambió sin él –el tiempo no se detiene por nada y para nadie–; las secuelas perduran, y muchas veces el náufrago ni siquiera puede realmente elegir el rescate que llega más como un decreto que como un proceso gradual.



De la misma manera en que fuera lanzado sin consideraciones a la isla, ahora es lanzado de nuevo a una sociedad que no termina de comprender lo que vivió. Aunque ahora su calvario ya haya terminado, el náufrago sigue perteneciendo a la isla. No es impensable creer que se sentía mejor ahí. En este curso de divergencia, Quino hace un chiste más, ya por fuera de los de Gente en su sitio7. El náufrago que ya conocemos recibe a un grupo de militares. Les pregunta si la civilización sigue ahí afuera. Los militares responden que ellos son la civilización. El náufrago pide quedarse en la isla. Presentimos que eso ya no será viable.







Notas:

1. En un reciente artículo en el Semanario Brecha, titulado “Escuela de Robinsones”, María José Santacreú realiza un atento recorrido por este género literario, desde sus orígenes hasta ejemplos y variaciones más recientes, pensando también estos vínculos entre “aislamientos” de la ficción y los del presente.

2. Para los interesados en el lugar exacto.

3. Claire Laxtague. “Quino y los chistes de náufragos. Por una poética de las formas breves de la literatura dibujada”.


4. Virginia Woolf. “Robinson Crusoe”. The Second Common Reader (1936).

5. Les invito a leer a Mariana Enriquez respecto a este punto.

6. De hecho, primero tendrá que rescatar a sus salvadores de unos amotinados, poniendo a prueba todo lo que ha aprendido en este tiempo.

7. Esta tira pertenece a Qué presente impresentable (2004).





 



El texto recitado por Fede:




 

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