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Sinfinamiento

Pablo Iván



Fotos de Pablo Iván y Laura Fernández intervenidas por arreglos_en_general.




Kazajistán es el noveno país más extenso del mundo, pero tiene una población de apenas 18 millones de habitantes, así que imagino que la densidad será muy bajita. Aunque no tanto como la de Mongolia, que tiene la población de Uruguay en un territorio tres veces mayor al de España. En mi imaginación, en ambos países habrá estepas frías y montañas áridas, pastores y leches agrias fermentadas, yurtas, trajes tradicionales y lo más radicalmente opuesto a la modernidad que uno pueda imaginarse. Pero, de repente, uno ve imágenes de sus capitales, Astaná y Ulán Bator, y se encuentra algo tremendamente moderno, y sobre todo en la primera prolijo y cuidado. Siempre me fascinó cómo será la vida cotidiana en una ciudad de un país remoto. Cuanto más se pueda parecer a mi realidad un lugar que me es ajeno, más curiosidad me levanta. Veo unos videos de Bishkek, capital de Kirguistán, y en una plaza hermosa y arbolada hay dos niñas con ropa occidental y patines en línea acudiendo a lo que parece un puesto ambulante de helados. Lo último que esperaba. Muchas veces me pregunto cómo verán a mi país (a mis dos países) desde lugares remotos. ¿Qué esperarán encontrar? ¿Qué encontrarán? ¿Qué estereotipos tendrán? ¿Qué les resultará exótico? Y dedico tiempo a mirar videos de extranjeros en España o Uruguay.



Pero vuelve aquí, Pablo. No estás en Kirguistán ni en Mongolia. Estás en Madrid y llevas prácticamente 50 días sin salir de casa, desempleado, pasando por todo un abanico de fases emocionales que van desde el optimismo, la fuerza y la serenidad hasta la ansiedad, la apatía, el enfado profundo o, sencillamente, la incomodidad ante tu propia presencia.



Vivimos en un apartamento hermoso y acogedor, escondido en el armario de la escalera, con puertas de madera oscura, enlosado, radiadores antiguos y muebles hallados en la calle, pero que conforman lo que necesita un hogar. Hay pufs, un sofá. Una guitarra rumbera y un fueye tanguero. Mandalas y chakras, plantitas. Libros por todas partes. Imágenes espirituales, fotos, velitas, antifaces, pañuelos coloridos. Spiderman, Bárbol con Pippin y Merry. Totoro, Zitarrosa. Una cama que es un hogar, roperos. Y unas ventanitas altas y pequeñas, demasiado altas y pequeñas para una cuarentena. No entra apenas luz, menos el sol directo. No vemos rastro de verde, solo contenedores de basura, autos y un taller mecánico. A las 20.00, desde que empezó todo, se sale a aplaudir a los sanitarios desde las ventanas, pero apenas vemos tampoco los rostros de los vecinos que aplauden.



Damos gracias por nuestro pequeño agujero hobbit con la despensa llena en medio de todo esto, por estar juntos, por estar bien.







Christopher Robin sufrió lo que ahora llaman bullying por ser el niño de los cuentos de Winnie The Pooh. Nunca perdonó a su padre por utilizarlo a él y a sus peluches para los personajes de su libro, y luego explotarlo con fines económicos durante su infancia. Algún periodista tiempo después definió a Christopher Robin como el niño más insoportable que haya existido nunca. Imagino que un Christopher Robin adulto debe de haber escuchado eso, e imagino una profunda herida en su niño interior. A veces hasta la creación más tierna puede tener oculta una terrible sombra. Así de bella y contradictoria es el alma humana. Nos movemos en la polaridad, buscando aquel lugar donde se encuentra el mal puro y aquel donde está la pureza de corazón, para poder exterminar uno y abrazarnos al otro, como si realmente existiesen Rivendel y Mordor y pudiésemos discernir entre una cosa y la otra; olvidamos que nuestra psique es quizá más parecida a la ambigüedad de Smeagol o Boromir.



Vuelve, Pablo, vuelve. A mi lado, la edición de La Comunidad del Anillo que me regalaron de pequeño. Cada pocos años me toca releer a Tolkien, y qué mejor momento que éste para enredarme en una mitología tan potente, compleja y espiritual que podría ser una Biblia contemporánea. Pero vuelve, Pablo, vuelve, sal de tu cabeza y sus tesis doctorales sobre cualquier cosa.



Yoga, zumba, dominadas… Meditación, danza primal, sufismo. Origami, Is this love. O tal vez nada: un sofá y un mate que atrapan desde la mañana, enredan y quitan cualquier gana de hacer nada creativo. Los días pasan en bucle. Desempleado y realizando un curso subvencionado y muy útil, pero que se niegan a impartir online durante el sinfinamiento; así que sin más rutina impuesta que tareas de la casa, en una lucha entre querer aprovechar el tiempo (indagarme, meditar, entrenar, tocar, transformarme) y la enorme tendencia a quedarme en stand by y refugiarme en reflexiones, datos y conversaciones ficticias. El deseo de salir y la ansiedad que genera salir en la región con más muertos de coronavirus por millón de habitantes en todo el mundo. Quítate la ropa, los guantes, desinfecta todo, mantén la distancia, sal con el contrato de la casa en el bolsillo para justificar que vives en este barrio. La fila para el supermercado da la vuelta a la cuadra, y no puedo evitar hacerle el chiste a un amigo militante de Podemos: “Lleváis dos meses en el poder y ya esto parece Cuba”. Primero, ir a comprar cada semana o diez días y hacer acopio de cosas necesarias. Después, ir simplemente por cervezas y mierda, papas fritas, aceitunas, una pizza congelada.






Videollamadas. Todo el mundo a Zoom, cerveza en mano. ¿Cómo estáis? Son decenas de historias diferentes sin necesidad de leer la prensa: Bien, por suerte la familia bien, no tenemos ningún caso. Perdí el trabajo. Nos han hecho un ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo) y la empresa nos paga la diferencia. Nos hicimos un ERTE pero llevo desde marzo sin ingresos. El paro está colapsado, en abril no va a cobrar nadie. En mi trabajo por suerte nos han asegurado seguir durante todo el año. La cuarentena me está permitiendo parar. La cuarentena se está cargando mis proyectos.



Me fui a casa de mi ex a pasar la cuarentena. Por suerte, pude viajar a Tenerife, aquí estoy con mis padres y con vistas al mar, más tranquilo que en mi piso de Lavapiés. No sé si participar en el grupo de apoyo, pienso que quizás seamos un vector de contagio a gente de riesgo. En casa nos hemos contagiado todos, mi padre está en el hospital. En mi residencia han muerto 30 abuelitos de coronavirus y hay otros tantos en aislamiento.







Son duelos sin funeral, sin despedida, sin rito, sin encuentros con la familia. Ya no son solo estadísticas actualizadas cada día a las 11 y media de la mañana, sino que es algo presente, cercano. Los planes de futuro se tornan inciertos (aunque realmente no más inciertos que antes, pues la pandemia no entraba en nuestras perspectivas de hace unos meses y aquí está). Debates, análisis. Ningún ejemplo pasado al que aferrarse del todo. Lo que parece claro es que la normalidad que conocíamos no va a volver. El mundo cambia, algo se cae y no sabemos qué se levanta. Pero mientras tanto, los edificios siguen en pie, los supermercados llenos, internet funcionando… y todavía se estrena una nueva temporada de La casa de papel.



La casa de papel fue un fracaso en España y se canceló. Netflix la compró para su catálogo y, sin nadie esperárselo, se convirtió en un éxito y decidieron hacer temporadas nuevas. Por cierto: los seguidores de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días siguen el llamado Libro de Mormón (de ahí llamarlos mormones), que, según ellos, recoge testimonios de profetas bíblicos americanos precolombinos. Hay menonitas en Argentina, aunque no son exactamente lo mismo que los amish. Si extendiésemos Chile en horizontal en el Atlántico, podríamos llegar de Europa a los Estados Unidos. Dicen que en Júpiter llueven diamantes. Hayao Miyazaki envió una Katana a Harvey Weinstein como amenaza para que no recortara La princesa Mononoke en la distribución norteamericana. Los puritanos protestantes de Estados Unidos no permitieron a los esclavos negros usar instrumentos de origen africano; los católicos del resto del continente sí: por eso, la música negra latinoamericana es tan percusiva, a diferencia de la del norte, que se toca con instrumentos blancos.



Vuelve, Pablo, vuelve. Pero estoy a punto de descubrir en Youtube qué pasó con los habitantes de Rapa Nui… Pero vuelve, pequeño asperger. Vuelve.



Mientras que sigue ahí la conexión, el acceso a Todo instantáneamente, el entretenimiento, (¡los datos!), en las cuatro paredes del hogar parece que nada esté pasando. Parece que no haya pandemia ni crisis, ansiedad ni dificultades. Ni conflictos de pareja. Duelos, Nada.



La rareza es salir, y la pulsión social oscila entre el ansia loca y el miedo. Tras dos meses de encierro, se permiten los paseos y el deporte. Con restricciones de distancia y horarios limitados… pero se puede. Nuestro primer paseo es extraño: las calles llenas de gente en un barrio de bloques de diez pisos, pero ni un solo auto. Los vecinos ocupamos el medio de las calles como en una manifestación de mascarillas, guantes y distancias de seguridad. Nos paramos al atardecer ante los pocos rayos de sol que acarician nuestra piel desde principios de marzo. El segundo día, de noche, salimos en bicicleta y somos, por un rato, libres (“ahora son libres como si lo fueran”, que canta Cabrera). Con los parques cerrados y la ausencia de tráfico, nos aventuramos al centro, y es un milagro recorrer el Madrid antiguo, los empedrados que quedan en La Latina, ver los edificios del siglo XIX y las luces de la catedral desde Las Vistillas. Personas riendo. Mucha policía, pero un ambiente por primera vez relajado, distendido. Llega la primavera. Todavía hay muchos riesgos de rebrote, de que todo se ponga igual o peor… Pero por primera vez creemos ver en el horizonte el fin del sinfinamiento.







Volvamos ahora, no nos vayamos. Distraigámonos en las largas horas, pero no vivamos en la distracción. Pase lo que pase, solo estando aquí podremos aprender lo necesario para que esta crisis nos cambie a mejor.



Vuelve, Pablo, vuelve.



No me he ido.




 


El texto recitado por Pablo:


 




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