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  • Jorge Fierro

Whisky, historia de una experiencia


Creo que lo que pasa con las películas latinoamericanas que más

repercusión tienen afuera es que: o son súper pretenciosas, películas enormes,

financiadas por España y que son de directores de 50 años; o son películas de

gente de la edad nuestra, que hace historias chicas, que no quiere

cambiarle la vida a nadie, ni resumir la historia de su país y

toda su ideología política en la película, sino que cuenta

una historia chiquita y trata de contarla bien, sin caer

en demasiados clichés, y siendo original.

-Juan Pablo Rebella

Me reí mucho cuando vi Whisky por primera vez. Era una risa acompañada por una negación de la cabeza y una pequeña mordedura de labios, una risa de “esto es horrible”.

Yo ya tenía decidido que iba a estudiar cine y eso me hacía creer que sabía más que los demás. Más que mis compañeros de liceo, que no fueron a ver Whisky; más que mi madre, que cuando salimos de la sala me dijo que le había encantado, y ante mi declaración de que no pasaba nada y de que estaba pésimamente actuada, me contestó que yo no la había entendido; más que los directores de la película —¿quién carajo eran Stoll y Rebella?—; y más, incluso, que los jurados internacionales que tanto premio injusto le habían dado.

Era soberbio e ignorante y me fui juntando con gente soberbia e ignorante para hablar de los soberbios e ignorantes que eran los directores de Whisky y los espectadores que admiraban sus películas espantosas. Buenas películas eran Pulp Fiction, Matrix, El señor de los anillos, Requiem para un sueño, Gladiador.

Terminé el liceo y en el verano tenía la prueba de ingreso de la ECU. Antes había que ver El Ciudadano Kane (1941), y yo no tenía idea de que esa película existía. La vi con una amiga que también iba a dar la prueba. Vivíamos en Maldonado y tuvimos que recorrer varios videoclubs hasta encontrarla finalmente en el Video Colonial, en VHS. Cuando la terminamos de ver la sensación era terrorífica, y no por el estado de la copia. Sabíamos por internet que era considerada la mejor película de todos los tiempos, pero nosotros no habíamos entendido nada. Cuando llegara la prueba no íbamos a saber qué decir sobre ella, no íbamos a estar entre los seleccionados para cursar la carrera, y eso significaba una crisis vocacional y hacer comunicación.

El riesgo inminente me hizo pasar de la soberbia a la inseguridad, al menos por un tiempo. Me pregunto ahora qué habría pasado si en vez de El Ciudadano hubiésemos tenido que comentar Whisky. Después de todo, la experiencia para mí era similar: me enfrentaba a una película que no entendía por qué se alababa tanto. El peso de la prueba de ingreso y el peso de la historia del cine me obligaban a gustar y a entender El Ciudadano Kane. Estaba en un estado de aturdimiento. Investigué por aquí y por allá y repetí lo estudiado. Escribí sobre el uso del tiempo y de los lentes angulares, sobre las metáforas en la arquitectura y las esculturas, sobre lo simbólico del esquí. No supe, y todavía no sé, por qué El Ciudadano Kane era considerada la mejor película de todos los tiempos.

Di la prueba y volví dudoso a Maldonado. Trabajaba en la recepción de un hotel. Recuerdo que una pareja de huéspedes se arrimó y nos preguntó qué nos había parecido Whisky y qué creíamos que decía la carta que ella le daba a él sobre el final. El dueño del hotel era un veterano que todos considerábamos un tipo culto, sobre todo porque sabía mucho de geografía y había viajado por el mundo. Yo no participé. Los escuché coincidir en que era una buena película, pero el dueño decía que estaba mal, que le hacía mucho mal al turismo, que esa rajadura que aparece en la pileta del Argentino Hotel es tal cual.

—Estamos muy mal —dijo—. El Ministerio de Turismo no puede permitir eso.

—¿La película?

—No, la rajadura.

Entré a la escuela de cine. No sé si lo merecía.

***

Me mudé a Montevideo en 2005. Whisky era más que una película multipremiada. Era un parteaguas. El mundo se dividía entre aquellos que la odiábamos —los que le señalábamos errores— y aquellos que la amaban —para quienes los errores eran a propósito—. No recuerdo ningún indiferente, aunque había algún moderado que decía “está buena, pero no es la gran cosa”. Tenía varios profesores que habían trabajado en Whisky y la usaban seguido como ejemplo. En una clase, a principio de año, nos pidieron que escribiéramos nuestras tres películas preferidas. Entre todos los alumnos había dos que se repetían varias veces: Kill Bill y Whisky. Si en la lista habías puesto una de esas, no habías puesto la otra. En la mía estaba Kill Bill.

—¿No te gustó Whisky?

—No.

—Dale, no jodas. La escena de la tipa en el ómnibus con la bolsa de Stadium es tal cual. La veo todos los días a esa señora.

En la pared de atrás de uno de los salones, arriba y en el medio, como si fuera un crucifijo, estaba pegado el afiche de Whisky. Era la primera película uruguaya en volverse una religión, y yo permanecía dogmáticamente ateo. Al menos eso creía. Porque a la hora de filmar, era la referencia. Intentaba hacerlo diferente, pero sucedía algo terrible: todo lo que no fuera un plano fijo y frontal me parecía que quedaba mal. No sé si es que no sabía mover la cámara como corresponde, o si Whisky había empezado a impregnar mi sentido estético.

A fin de año aparecían guiones y cortometrajes que eran como hijitos de Whisky y 25 Watts. No pasaba mucha cosa, tenían algo de humor cínico, cámaras inmóviles, planos largos y contemplativos, incomunicación. Emitían un aire que me irritaba, un aire de “esto es cine en serio”.

Una vez fueron Rebella y Stoll a conversar con los estudiantes. No eran los soberbios que yo pensaba, y eso que tenían todo para serlo (considerando que eran los autores de la película uruguaya más laureada). Los recuerdo simpáticamente tímidos. Un compañero les preguntó por qué el plano en que Marta va hacia el dormitorio de Herman duraba 44 segundos, si no les parecía demasiado largo. Ya no me acuerdo la respuesta exacta, solo que admitían haber discrepado sobre su duración. El que lo defendía era Rebella. La explicación que me quedó es que duraba eso por mero capricho.

Con el correr del tiempo fui aprehendiendo algunos criterios. Es mejor mostrar que decir, sugerir antes que señalar, acompañar al contenido desde la forma. Volví a ver Whisky. Racionalmente está bien, cumple con todos esos criterios. Pero no me gusta, no la disfruto. Quizás una película sobre la risa tiene que hacer reír, pero una película sobre el aburrimiento no tiene que ser aburrida.

—¿En serio no te gustó Whisky?

—No. Es buena, tiene todo lo que una buena película debe tener, pero es demasiado fría y calculadora. No me gusta la distancia con la que trata a los personajes.

Esa fue mi muletilla, mi speech frío y calculado.

***

En un festival de cine en San Pablo en 2010 presenté un corto dirigido por amigos en el que yo había trabajado haciendo sonido. Cuando terminó la proyección vino una pareja adulta a felicitarme. Eran argentinos de los que les encanta Uruguay. El corto se llamaba Mañana Lunes y era de dos chicas jóvenes que estaban en un balneario y tenían un vínculo extraño. Una la encerraba a la otra en el baño y después se hacía la que no había pasado nada. No era una historia lésbica, pero el festival la consideró así. Era en blanco y negro, y habíamos tenido que dejar la cámara fija porque se nos había roto el trípode. La pareja me felicitó por el corto y me dijo que les parecía “muy estética Whisky, bien cine uruguayo, fijando la cámara para representar la quietud de Uruguay, su monotonía”1. Fue indignante.

Whisky era un punto de referencia generalizado. Lo era para los que veían películas uruguayas desde afuera, y para muchos de nosotros que mirábamos desde acá lo que se hacía en el resto del mundo. Todo lo que vi de la nueva ola de cine rumano lo cotejé con Whisky. Incluso el año pasado, vi El ciudadano ilustre (Argentina, 2016) y la comparé todo el tiempo con la película de Rebella y Stoll.

¿Estaba obsesionado con Whisky? En un momento empecé a pensar que se trataba de una película fundacional, porque excedía las intenciones de sus creadores; porque nos hacía discutir si los personajes eran o no arquetipos de lo uruguayo y si la fábrica era una metáfora del Uruguay en crisis; porque generaba debates en torno a qué había hecho ella, si se había acostado con el hermano, si se había ido a Brasil; porque disparaba largas batallas verbales sobre la forma cinematográfica, la ética de cómo filmar a una persona, lo que se debe mostrar y lo que se debe ocultar; y porque para mí, en Uruguay, todo lo fundacional estaba marcado por el simulacro. El simulacro de Artigas como héroe de la independencia, el simulacro de Eladio Linacero que Onetti narra en El pozo, cuando el protagonista lleva a Cecilia a la rambla para reconstruir un suceso del pasado, y por ultimo, el simulacro de matrimonio entre Jacobo y Marta, en Whisky.

Después de tanto discutirla, volví a verla, otra vez. Pero yo no era el mismo. Ya no la sentía ni pensaba fría. Quizás porque me había deprimido, había sentido soledad y envidia, podía conectar y hasta identificarme con las emociones de los personajes, con sus ilusiones. Al fin y al cabo, una película también es una obra abierta que el espectador debe completar desde su singularidad, aunque haya mucho cine que se esfuerce por quitarle participación al que mira, bombardeándolo con estímulos.

Buena parte de las virtudes de Whisky está en que constantemente se ocultan cosas que los espectadores debemos reconstruir. ¿Qué pasó entre esos hermanos? ¿Cómo fue la vida de Jacobo antes de tener que hacerse cargo de la madre, y qué habría pasado si se hacían cargo los dos hermanos juntos? ¿Qué sucedió entre Herman y Marta en el dormitorio? ¿A dónde se fue Marta, si es que se fue?

Visto así, parece realizada bajo la teoría del iceberg de Hemingway: lo que se muestra es apenas el 10% de lo que hay por debajo. ¿Significa esto que el espectador debe tener el equipaje de un buzo? El traje de neopreno, la máscara y el tanque de oxígeno, ¿es eso que a veces denominan “la formación del espectador”?

De un momento a otro Whisky me parecía una película buenísima, en la que pasaban muchas cosas. Era un converso... con discrepancias, claro. La alquilé y la pirateé. Compré el guion. Si bien no llego a ponerla entre mis tres películas preferidas, y a pesar de que estudié cine por haber visto Pulp Fiction, e incluso aunque me mostraron El Ciudadano Kane repetidas veces en la escuela para aprender cosas como puesta en escena, punto de vista, movimientos de cámara, indudablemente ha sido Whisky la película más influyente en mi corta formación cinematográfica.

En aquel tiempo en que la odiaba, aunque yo no era consciente de ello, había sido Whisky la que había abierto tanto el sueño como la posibilidad real de hacer cine en Uruguay. Cuando se hizo no había la cantidad de opciones para estudiar cine que hay hoy, no había ley de cine, no se filmaban películas en digital, no existía Netflix. Se hicieron muchísimas obras audiovisuales después de Whisky y probablemente ninguna haya llegado a ese nivel. ¿Prueba eso que en el arte no hay que pensar en términos de progreso, o que las mejores obras se hacen durante las crisis? Quizás, aunque tampoco sé si eso importa.

En algún momento de 2004 empecé a ver Whisky. La estoy mirando hace 13 años, y todavía no la terminé de ver.

 

1 En una entrevista Stoll dice: “… cómo hacerla fue saliendo en el proceso y tuvo que ver con el casting y con la forma en que los actores actuaban. Pensamos cuál era la mejor forma de hacerlos actuar porque cada uno de ellos tenía determinadas cosas y de esa decisión de casting vino el tema de que la cámara no se moviera y cómo hacer los encuadres”. En Guía 50.

 

La nota recitada por Jorge:


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